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Secreto de Estado: última palabra

El Gobierno, los Gobiernos, no pueden, no deben ser la última instancia a la hora de la definitiva clasificación o desclasificación de los papeles oficiales y secretos del Estado. A mi juicio, tan importantísima competencia no puede estar atribuida con ese carácter decisivo y exclusivo al propio órgano ejecutor o, como mínimo, conocedor de las' mismas acciones a las que se refieren tales documentos. El poder ejecutivo no debe ser, a la vez, juez inapelable y parte inexcusable en cuestiones tan sustanciales, nada menos que para declararlas secretas, que afectan a todo el Estado, también a los otros poderes, a la sociedad civil y, en definitiva, a los derechos, libertades y seguridades de todos los ciudadanos. El poder ejecutivo no es, claro está, ni el único ni el supremo poder del Estado.La democracia es, no se olvide, participación y publicidad. En democracia, la política tiene que ser pública, participada. La gran norma debe ser, pues, en ella la publicidad y el secreto lo absolutamente excepcional, reducido a lo por completo imprescindible para los buenos fines de la colectividad. La opacidad y el secretismo siempre engendran graves y grandes riesgos de arbitrariedad e ilegalidad. De ahí, lo necesario de implantar en el Estado de Derecho exigentes, severos, controles jurídicos, jurisdiccionales, y de establecer, a su vez, quién tiene en él la última palabra sobre los hipotéticos e ineludibles secretos oficiales.

Pero yo no pondría ahora excesivos reparos para comenzar aceptando que en tantas y tantas ocasiones, incluso en la inmensa mayoría de los casos, en que los servicios de información y los cuerpos de seguridad reclaman discreción, confidencialidad, es decir, secreto y no publicidad de sus actuaciones con vistas a la protección de legítimos fines e intereses, aquéllos ejercen sus funciones dentro de la legalidad, en el marco de un adecuado respeto al ordenamiento jurídico constitucional. La lógica reserva en cuestiones serias y delicadas, de carácter nacional o transnacional, no tiene por qué ser sinónimo de ilegalidad y/o de inmoralidad. Sin embargo, puede darse y de hecho se está dando, y ahí es donde surgen los problemas y los conflictos, que bajo y al lado de las invocaciones a la seguridad y la defensa del Estado, es decir, alegando el bien del país y de la colectividad, se estén ocultando y encubriendo conductas ilegales y hasta graves delitos que -a mi juicio- de ninguna manera cabe admitir y permitir. El Estado, los poderes del Estado, en este caso la Administración, el Gobierno, los gobernantes, el poder ejecutivo, es precisamente el más obligado a obedecer, a cumplir el derecho. Sólo así, con el efectivo imperio de la ley puede aquél legitimarse y justificarse como auténtico Estado de derecho.

Hasta aquí las cosas están, me parece, bastante claras. Lo están al menos, pero no es poco, en esa zona de los principios, de los criterios, de las buenas directrices válidas para abordar después con la necesaria coherencia los siempre complejos casos concretos que la realidad va planteando. Es obvio que, con aún mucho mayor fundamento del que, por lo demás, afecta a cualquier ciudadano, si el Gobierno, más o menos inmediato actor, o la específica comisión parlamentaria que ya existe en nuestro sistema, observasen racionales indicios de ilegalidad o criminalidad en los actos recogidos en unos u otros de tales papeles, tiene sin duda alguna perentoria obligación de denunciar, de poner tales hechos en conocimiento de los competentes órganos jurisdiccionales: ahí comienza, pues, la intervención del poder judicial.

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El Gobierno, por tanto, en ése su oficio clasificatorio, asume de manera directa e ineludible la responsabilidad, que debiera ser además de política y ética también jurídica, de verificar si en tal documentación hay o no indicios de actos delictivos o ilegales de una u otra especie. Si no los hubiere, los jueces no tienen por qué intervenir. Pero en caso contrario, incluso en caso de fundada duda o sospecha, lo obligado es someter la cuestión al debido control jurisdiccional. Por supuesto que si desde este lado se conocieran tales racionales indicios, la iniciativa, la solicitud, puede y debe provenir de los órganos jurisdiccionales del poder judicial al cual, en esas circunstancias, debe acatamiento y obediencia el poder ejecutivo. Es evidente que entran aquí en juego, ante el imprescindible secreto sumarial, responsabilidades jurídicas también de orden personal que en tan altos niveles la legalidad debería muy seriamente reglar.

Pero mi sentencia a favor de la fiscalización y la jurisdicción sobre la administración y la ejecución (no puede ser de otra forma en un Estado de derecho) tampoco reduce éste, en modo alguno, a un invocado y no admisible "gobierno de los jueces". El poder judicial no es, para todo tipo de cuestiones, el superior y Más soberano poder del Estado. Este lo es justamente y, en democracias como la nuestra, también constitucionalmente, el poder legislativo, es decir, las Cortes Generales que representan al pueblo español, que encarnan la soberanía popular, que elaboran y aprueban las leyes que tienen que aplicar los jueces, que controlan al poder ejecutivo y que, a través de los procedimientos establecidos, pueden incluso iniciar y aprobar reformas esenciales de la Constitución.

En el problema que aquí nos ocupa, todo esto significa que es, a mi juicio, el poder legislativo, el Parlamento (y no el poder ejecutivo, el Gobierno) quien debe tener la llave de la postrera y definitiva decisión sobre conflictos de materias reservadas, la última palabra para declarar en firme como secreto de Estado documentos o informaciones que de verdad y realmente afecten a su (nuestra) seguridad y defensa. Sólo podrá hacerlo, claro está, a través de una muy especial, renovada y ampliada comisión que necesariamente también tendrá que decidir, por tanto, sobre la existencia o no de aquellos mencionados indicios racionales de ilegalidad-. El poder legislativo puede y debe ser, así, sumamente riguroso y respetuoso con la función jurisdiccional y el poder judicial.

La legitimidad y el componente fundamental de tan decisoria y decisiva comisión sería, pues, de raíz parlamentaria, democrática, con adecuada representación de los partidos y grupos políticos, cuya proporcionalidad y límites soy bien consciente de que aquí y ahora no será fácil, pero tampoco imposible, de determinar y establecer con el necesario responsable consenso. Están en juego valores, lealtades, razones de suma importancia para todos. Pero, a partir de ahí (y con ello se incrementan sin duda las complejidades y dificultades), dadas tan altas y decisivas competencias sobre materias que afectan a todo el Estado (a toda la sociedad), creo que la mencionada comisión parlamentaria habría de ser completada y fortalecida con la. incorporación también y la activa participación de representantes de los ' otros dos poderes y, tal vez, además de algunas, muy pocas, altas instituciones de carácter y significación estatal.

Como se ve, lo que de manera explícita y formal estaría yo atreviéndome a proponer en estas líneas es la creación de algo así como una comisión estatal de secretos oficiales, donde los tres poderes del Estado en sus más altas instancias tengan en ella adecuada presencia y participación. No entro en el breve espacio de este artículo en graves cuestiones, lo reconozco, de organización, funcionamiento, toma de decisiones, implicaciones e interferencias de poderes, conflictos y desacuerdos internos, alcance de las modificaciones legislativas, etcétera, sobre las que con buen conocimiento de causa me llaman la atención destacados juristas, políticos y amigos con quienes desde hace algún tiempo vengó consultando y debatiendo sobre la viabilidad de tales propuestas. Muchas de esas observaciones críticas suyas podrán ser, sin, duda, incorporadas para una sustancial mejora de la estructura y delicada maquinaria de esta alta institución. Por el momento yo sólo sugeriría que tal comisión podría estar compuesta, además de por los correspondientes parlamentarios, por los presidentes del Congreso y del Senado, el presidente del Gobierno y algún miembro más de él (según la materia afectada) o, en su caso, del presidente de la correspondiente comunidad autónoma, así, como con la participación de los presidentes del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional o el propio Defensor del Pueblo.

Si tiene que haber secretos de Estado, y así parece, a ellos (con información siempre al jefe del Estado) se les encomendaría y reservaría, pues, la última palabra para la necesaria y legendaria custodia de los custodios, para una rigurosa y efectiva vigilancia de los vigilantes.

Elías Díaz es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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