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El puritano

El Casares (Diccionario Ideológico de la Lengua Española) es un libro negro de casi 1.400 páginas al que profeso un cariño especial. Es robusto, recio de tapas y cuenta con una sección de sinónimos muy apañada; pero no todo en él son virtudes: a menudo, ignora voces que sí figuran en otros diccionarios y eso puede resultar fatal para el consultante. Un buen ejemplo de ello es lo que me sucedió hace dos años mientras escribía un artículo nocturno relacionado con unas deliciosas croquetas de queso (a las finas hierbas) que cierto bar de Argüelles servía como especialidad de la casa.Una vez metido en faena, y después de reflejar con mucha gracia la atmósfera del local, pasé al aspecto culinario de la cuestión y detallé profusamente las cualidades de aquel bocado exquisito: sus medidas, su color, su consistencia, su delicada composición. Aunque todo empezó a torcerse cuando me vi en la necesidad de recurrir a un vocablo mucho más peligroso de lo que en principio pudiera parecer, "besamel".

Mosqueado de oficio, abrí pues el diccionario, busqué la palabra y pocos segundos después mis sospechas se confirmaron. Peor aún: se revolvieron contra mí. El Casares sólo incluía la variante "besamela", y uno, en su dignidad, se negaba a caer tan bajo. Besamela, nada menos: "Salsa blanca que se hace con harina, crema, leche y manteca". ¿Manteca? Crispé entonces el gesto, hice volar las páginas y acometí manteca sin pérdida de tiempo. Varias entradas contemplaban aquel término, y ya la primera bastó para bajarme los humos: "Grasa de los animales, especialmente la del cerdo". Sin duda, algo fallaba allí, me dije confundido. Porque mis croquetas, lo juro, no llevaban cadáveres ni nada de eso.

La segunda entrada aliviaba en parte el desastre, ya que definía manteca como "sustancia grasa y oleosa de la leche"; pero todo eran fuegos de artificio. Tal vez hubiera podido superar la palabra "bechamel" (repulsiva variante, por cierto), pero de ningún modo, bajo ninguna circunstancia, jamás, salvo en caso de tortura, aceptaría besamela. Cerré por tanto el Casares, abandoné el artículo, apagué el ordenador y busqué consuelo en una de mis novelas favoritas: El faro del fin del mundo.

Y así, hasta que hace unos días pasé de nuevo por el bar de las croquetas y descubrí que en su lugar había una tienda de Todo a 100. La vieja cocina no existía y su espacio estaba ocupado por una especie de bazar donde brillaban collares, esmaltes y cuentas de vidrio. El mostrador se había convertido en una estantería repleta de vasos y bolígrafos Bic, el cuarto de limpieza en juguetería, los servicios de antaño en un almacén de telas y las paredes ya no tenían fotos de Gárate, Ayala o Enrique Collar. El mismo dueño, Manolo, parecía haber cambiado de etnia y se llamaba ahora Li Yung Pei.

No sé cómo explicar mis sentimientos: un pequeño mordisco, un sofocón, un prurito de pena en el alma que durante toda la mañana tuvo a bien acompañarme. Y por la tarde. Y un poco de madrugada; y al levantarme; de manera que a eso del mediodía, agotada ya mi resistencia, telefoneé a mi asesor en palabras del diccionario (J. L. G., fotógrafo nómada) y me encaré por fin con la verdad. Dos o tres minutos duró la consulta, y prefiero no imaginar la expresión de mi rostro en el momento de colgar. Sí, lector silencioso: al parecer, y después de tanta tribulación, resulta que aquella noche del 94 podía haber usado sin problemas la palabra besamel. Así lo confirmaba el diccionario de mi asesor, donde se incluían las tres variantes, "besamel", "besamela" y "bechamel".

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Como subversivo profesional, desdeño los sermones, ignoro los consejos y rechazo las advertencias; pero sobre todo, desprecio las moralejas. No obstante, en este caso, y después de lo visto, merezco un revolcón sin paliativos y agacho la cabeza en señal de arrepentimiento. Lo sé: las croquetas no tenían la culpa de nada y yo, como un maldito puritano, las quité de en medio en un rapto de hipocondría. Ya no hay solución, claro, y lo siento, amigas; pero trataré de mejorar.

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