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Ya, ni otoño

Algo raro comienza a resultar que, en las muchas tertulias radiotelevisivas, no se haya deslizado todavía, ¡anda la osa!, la figura confesa del inexperto. En lugar de espumar papeles reservados, salarios congelados, niños violados, fármacos rebajados ("le echarán menos"), jugadores de fútbol lapeados o santos papas deshospitalizados, podría ese sujeto faltante abrir la papelina de a folio, hacerse el elefante y, ¡hala! arrancarse a decir con patetismo didáctico lo que, en la intimidad y sin objeto, se dice tanto y tanto: "¡Ya no hay otoño!" (Sin haber leído esto antes, ¿a que ya te suena, lector, de algo? Eso es lo que pasaba, ¡pucha!, con los tangos de antaño que ahora recrea El Cabrero mejor que Plácido, por más que sin la gota de aquella fragilidad morbosa que hacía que el otoño fuese otoño incluso para el mísero ratón.) A lo que íbamos. Me lo han asegurado en Valencia, en Zafra, y en Arenas de San Pedro, que ya es muestreo y vicio a manos llenas, y me lo han repetido ayer mismo, a la cara, en un garito de Colmenar Viejo. "Esto ya no es otoño ni hostias". Pues nada, ni aún así; nadie glosa en las ondas patrias, ni siquiera "de alguna manera", tan significativo dejar de ser y haber del todo a cien, a estas horas y al mismo tiempo.Bien es cierto que, en líneas generales, más de uno se fue haciendo a la idea, entre pacto y pacto, del puro inexistir de cualquier ciclo clásico: "¡Se acabaron las estaciones!" Se venía diciendo eso, lo reconozco. Pero otras frases, actuales y populares, se encargaban de desmentir, hasta cierto punto, ese acabóse de una vez por todas y el que no esté contento que se largue. De hecho, no hay persona que ignore, aunque lo disimule entre coma y coma, que, a cada primavera, resucita un suspiro específico: "¡Tengo unas ganas de que llegue el verano!". Y, cuando este llega, otra frase se apresta a corroerlo por los cinco costados: "¡Esto no son vacaciones!" Y luego atravesamos el invierno entre lo puntual tiritante ("¡Estoy de Navidades hasta el moño!") y lo desparramable a destiempo: "Para el año que viene, te juro que me pongo la vacuna". Se da de sí, en resumen, lo que no se da en vano.

Sin embargo, eso otro, eso de que el otoño se ha esfumado, tiene toda la pinta de esconder una gran verdad, gigantesca en comparación con las que las demás frases al uso encierran. En fin, los símbolos se agitan a su entero antojo: algunas hojas caen, algunas castañeras quedan, algunas nubes pasan y algunos cazadores vuelven de anochecida para meter en el congelador de la despensa unas cuantas docenas de zorzales. Pero esos gestos, eructos de la inercia por lo que fue costumbre armoniosa, no gozan ya del clima propicio, lucen anacrónicos, a caballo entre el hueso de santo-santo-santo y el buñuelo de cabello de ángel exterminador, entre el ciprés de Silos y la adormidera del gregoriano enlatado. Hay que aceptar la pérdida del esplendor grisáceo.

Hay que compadecerse del extinguirse de todo aquello que terminaba en chocolate calentito, búsqueda del brasero ("¡echa una firma, Juana!"), sollozos de violines, vergeles modernistas, sonatas, canciones de vendimia, melancolía, gasas, todo cuanto caía de lo alto para que el padre Rilke nos reconfortara con Alguien que acogía tal caída con suavidad inmensa entre sus manos. Y habrá que consolarse pensando que, de esta forma, ya no recorremos, de la mano de Villaespesa, aquel jardín de otoño que daba a este barrunto con vistas: "Y tal vez, al cruzar una avenida, /te quedarás temblando/ bajo tus pies, sangrando, / la pálida cabeza de un suicida"

En La lógica de las extinciones (Tusquets, 1996), el paleontólogo Jordi Agustí, al evocar diversos episodios de extinción masiva, concluye, metafóricamente hablando, que la magnitud del magnicidio no depende tanto de la malignidad del asesino como de la salud de la víctima. Así las cosas, habrá que recordar que el extinto otoño sufría, desde hace siglos, de una grave neurosis crónica: es decir, literaria.

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