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Caza

Desde el pasado domingo hasta mediados del próximo febrero se podrá cazar legalmente en nuestro país. Y pocos de nuestros paisajes, en concreto menos del 20%, quedarán sin batir. A grandes rasgos se implicarán al menos un par de millones de personas. 1.300.000 portando escopetas, el resto trabajarán para que sea posible que los primeros disparen sobre algo cada jueves y cada domingo. Se gastarán algo más de 200.000 millones de pesetas, cuantía nada despreciable sobre todo para la renta agraria, el sector turístico y la industria de las armas y los explosivos. Morirán unos 20 millones de animales y como mínimo se quedará la pólvora de unos 156 millones de cartuchos.Parece claro, en consecuencia, que no sólo la conversación cinegética suele incluir la enormidad. Prácticamente no hay faceta de esa pasión llamada caza que no movilice grandes cifras, en lo válido y en lo frustrante. Que los domingos a menudo salga más gente a cazar que a los campos de fútbol, a pesar de que esta actividad apenas merezca alguna esporádica mención en los medios de comunicación, ya resulta imponente. Que el 80% del país sea coto sitúa a lo cinegético, tras la contaminación con insecticidas, como la actividad más difusa relacionada con el entorno.

El que la carne de los animales abatidos supere los 20 millones de kilogramos y que se salde con la muerte de otros tantos ejemplares de unas 20 especies suele estremecer a los defensores de la naturaleza. Saben reconocer, no obstante que, de todas las actividades del humano sobre el medio natural, la cinegética es la menos dañina para las tramas y sistemas vitales por mucho que la sangre y la muerte elevada a la diversión escandalicen.

Pero con ser incomprensiblemente atractivo lo que acompaña a los cazadores y que a muchos, a los inteligentes como los Delibes, preocupa es la retahíla de frustraciones que acompaña a lo que apenas cabe ya definir como un lúdico encuentro con lo espontáneo: La caza se ha desnaturalizado, como casi todo, pero aquí más contradictoriamente. Tal vez por eso y sin apenas análisis ni comentario, ha disminuido el número de cazadores en el último lustro.

Buena parte de las fincas son granjas disfrazadas donde se caza animales criados a mansalva en cautividad. Estas prácticas junto con algunos máximos poblacionales en áreas protegidas han provocado brotes epidémicos que han acabado diezmando florecientes poblaciones, sobre todo de grandes mamíferos, conejos y perdices. Hay un caos administrativo notable como consecuencia de la dispersión y no coordinación de normas, calendarios y regímenes. El más que razonable examen del cazador tan sólo es vigente en cuatro comunidades a pesar de haberse aprobado hace siete años. Pero sobre todo hay mucha frustración en los cazadores coherentes y en los defensores de la naturaleza por el realmente excesivo incumplimiento de las leyes relacionadas con la caza.

Unas 12.000 denuncias se tramitan anualmente por infracciones detectadas, seguramente menos del 5% de las cometidas sin graves consecuencias. Algo ridículo si lo comparamos con el claro descontrol sobre un más que delictivo furtivismo. Raro es el año que no muere algún guarda abatido por lo que ya cabe denominar como mafias organizadas que abastecen un clandestino mercado de carne. La más alta tecnología en comunicaciones, transporte y armas se usa para abatir a diario, sin respetar épocas de crianza ni sexos, a miles de grandes animales. Comunidades rurales enteras, que reciben necesarios ingresos por sus actitudes respetuosas hacia la fauna cinegética, reclaman acciones enérgicas que apenas se acometen.

La caza impregna nuestros paisajes, a algunos de los más valiosos e imponentes les ayuda a permanecer sin grandes alteraciones, pero una caza con clara necesidad de arreglarse a sí misma sigue exigiendo muchísimo más de sus casi siempre frustrados practicantes y de quienes deben velar por un patrimonio ya casi único en Europa.

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