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Secretos oficiales: dos nuevas propuestas

Hace algunas semanas, el presidente del Gobierno se ha declarado disponible a aceptar sugerencias tendentes a mejorar el anteproyecto de ley de secretos oficiales. La más importante y delicada cuestión que el anteproyecto plantea es, sin duda, la relativa al control judicial; pero, dado que ya he hecho una propuesta a este respecto (EL PAÍS, 12 de septiembre de 1996), querría ahora aprovechar la invitación presidencial para avanzar dos nuevas propuestas sobre otros tantos aspectos problemáticos del anteproyecto: ¿en qué materias cabe decretar el secreto?; ¿quién está facultado para hacerlo?Antes, sin embargo, es necesario recordar algo obvio: cualquier ley debe respetar, so pena de invalidez, los dictados constitucionales. En un Estado democrático de derecho, la regla general es siempre la publicidad de la actuación de todos los poderes públicos; y nuestra Constitución garantiza, en varios de sus preceptos, esa regla general. Sólo la publicidad permite la crítica efectiva de la acción de gobierno y la sujeción de los gobernantes a la legalidad. Por ello, el secreto sólo puede ser concebido como una medida excepcional. Las Cortes -y, en última instancia, la mayoría parlamentaria- carecen de libertad para regular los secretos oficiales como tengan por más conveniente.

Esta constatación ayuda a enfocar adecuadamente el primer interrogante. El artículo 105 de nuestra norma fundamental establece la libertad de acceso de los ciudadanos a los archivos y registros públicos sin otra excepción, aparte del secreto sumarial y la protección de la intimidad de las personas, que las exigencias derivadas de Ia seguridad y defensa del Estado". Se trata de una expresión innegablemente flexible y, por ello, el legislador debe disponer de cierto margen de apreciación a la hora de fijar qué informaciones y documentos son susceptibles de ser clasificados. Ahora bien, es claro que sólo ciertas actividades pueden ser razonablemente englobadas dentro de la idea de seguridad y defensa del Estado, a saber: aquéllas cuya finalidad es la salvaguardia del orden público democrático -el cual consiste, como ha dicho repetidamente el Tribunal Constitucional, en un ambiente adecuado para el ejercicio de los derechos- o la protección frente a agresiones exteriores. De aquí que no sea aceptable la ampliación de materias susceptibles de ser cubiertas como secretos oficiales que hace el anteproyecto. Baste pensar que éste llega a incluir, entre otras, las informaciones cuya divulgación pueda entrañar riesgos para la integridad territorial de España, el funcionamiento regular de las instituciones, los intereses fundamentales de España en el exterior, los intereses fundamentales del Estado en materia económica, etcétera.

Que semejante lista de materias clasificables sea dudosamente compatible con el artículo 105 de la Constitución es, en sí mismo, malo; pero lo peor es que, de ser aprobada como ley, permitiría al Gobierno excluir del debate público los más graves asuntos relativos a nuestra economía, nuestras relaciones exteriores o el funcionamiento de nuestro sistema político. Una sociedad democrática no consiste sólo en el autogobierno de lo cotidiano, en la posibilidad de votar sobre cuestiones de ordinaria administración. Si fuera así, se trataría de una democracia devaluada, cuya superioridad moral sobre otras formas de gobierno quedaría en entredicho. Por ello, es necesario insistir en que una sociedad democrática también consiste en la participación de los ciudadanos en las grandes decisiones que determinan el destino colectivo; y, para que ello sea posible, resulta indispensable que posean toda la información. Mejor, pues, dejar los secretos oficiales para aquellos aspectos del funcionamiento policial y militar que, por razones estrictamente técnicas, no pueden dejar de ser reservados (planes de infiltración en organizaciones criminales, claves de activación de mecanismos de defensa, etcétera).

En cuanto a quién puede decretar el secreto, el anteproyecto introduce dos innovaciones. La primera estriba en que, mientras en la actualidad esa facultad corresponde al Gobierno y a la Junta de Jefes de Estado Mayor, el anteproyecto elimina cualquier mención a esta última. Ello es positivo porque excluir información del conocimiento público es una decisión eminentemente política y, en cuanto tal, no debe ser tomada por técnicos. Ese alto órgano militar tendrá que preparar, sin duda, algunas de las decisiones en el terreno de los secretos oficiales; pero la decisión última ha de corresponder a instituciones políticamente responsables.

No merece igual juicio positivo, en cambio, la otra gran innovación: la posibilidad de que todos y cada uno de los ministros puedan decretar el secreto. Esta solución es sumamente criticable, al menos, por dos órdenes de motivos: primero, si se restringen las materias susceptibles de secreto oficial a lo estrictamente previsto por el artículo 105 de la Constitución (seguridad y defensa del Estado), es difícil imaginar qué informaciones o documentos pertenecientes a sus respectivas esferas de atribuciones podrían razonablemente clasificar cualesquiera ministros distintos de los de Interior, Defensa y, con reservas, Asuntos Exteriores; segundo, incluso dentro de estas materias, la decisión de decretar el secreto oficial es extremadamente grave en una democracia y, por ello, es mejor que sea tomada colegiadamente y al más alto nivel del poder ejecutivo. Colegiadamente, porque la colegialidad lima las pasiones y favorece la reflexión: ¿estamos seguros de que algunos de los más graves abusos registrados recientemente -léase desviación de fondos reservados- se habrían producido si la decisión hubiera sido colegiada? Al más alto nivel, porque la dirección política del Estado no está constitucionalmente atribuida a los concretos miembros del Gobierno -ni siquiera a su presidente-, sino al Gobierno en su conjunto. No hay que olvidar que, precisamente por esta razón, la responsabilidad política del Gobierno es colectiva y solidaria. Es mejor, por tanto, que la facultad de decretar el secreto corresponda sólo al Gobierno en pleno, mediante decisión tomada en Consejo de Ministros. Conviene hacer una última observación. Otros aspectos del anteproyecto han sido objeto de duras críticas. Así, destacadamente, la previsión de multas gubernativas para quienes divulguen informaciones clasificadas o la imposición de un general e indiscriminado deber de reserva. En la medida en que se presta a algún tipo de comparación con ignominiosas prácticas del pasado, esta iniciativa puede ser políticamente desafortunada. Ahora bien, en mi opinión, quienes concentran aquí su crítica al anteproyecto se equivocan de objetivo. Si las materias clasificables se reducen a lo estrictamente previsto por la Constitución y si se limita la facultad de decretar el secreto al Gobierno en pleno -y si todo ello va acompañado, por supuesto, de una adecuada regulación del control judicial-, eventuales abusos de po der quedarían seriamente limitados. En estas condiciones, la mera posibilidad de imponer sanciones gubernativas, aunque ea siempre antipática y poco deseable, no representaría un serio peligro para la libertad.

Luis Marla Díez-Picazo es profesor de Derecho Público Comparado en el Instituto Universitario Europeo (Florencia).

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