América Latina: recuperar la esperanza
Un aire fresco circula en los ambientes políticos e intelectuales de América Latina a raíz de la constitución, el mes pasado, del Círculo de Montevideo, "para reflexionar sobre los retos y oportunidades planteados a nuestra región y discutir los nuevos caminos de América Latina". Lo pude comprobar cuando hace pocos días el nuevo y joven presidente de la República Dominicana, Leonel Fernández, me manifestaba su interés después de haber leído el artículo (Los nuevos caminos) que el presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti, publicara en estas mismas páginas, dando cuenta del hecho y de las personalidades que originalmente integran el Círculo (Touraine, Caindessus, Enrique Iglesias, Felipe González, Jordi Pujol, Belisarlo Betancur, entre otros).Hay en América Latina razones para el optimismo -estabilidad macroeconómica, recuperación del crecimiento, generalización de regímenes democráticos-, pero también razones para la preocupación: crecimiento aún bajo, mayor pobreza, mayor desigualdad -en la región del mundo que ya tiene el peor expediente al respecto- y precariedad de las instituciones democráticas. Una frase común que se escucha en América Latina recoge gráficamente la situación: la economía anda bien, pero la gente anda mal. Y lo que es peor, las expectativas de la población sobre el futuro son sombrías, como lo revelan diversas auscultaciones de la opinión pública.
Ciertamente, las carencias materiales de gran parte de la población latinoamericana son inmensas, pero el mayor déficit es de esperanza, de no tener la expectativa de que en el futuro se estará mejor, lo que puede conducir al traste con todo lo avanzado en materia de reformas económicas y democráticas. Hace bien el Círculo de Montevideo cuando le sale al paso al optimismo exagerado que acríticamente se deriva de algunas variables macroeconómicas: "Es necesario un gran esfuerzo intelectual y un gran impulso político para alumbrar los' nuevos caminos que han de conducirnos a la consolidación de las democracias, la creación de mercados competitivos y abiertos, la construcción de sociedades equitativas y cohesionadas... ", dice la primera declaración del Círculo.
Léase bien: ha habido progresos impresionantes en términos de superar la crisis macroeconómica de los años ochenta y modificar el modelo económico para sintonizarlo mejor con los nuevos datos de la tecnología y los mercados diversificados y globalizados, pero ni todo está hecho ni todo se está haciendo bien. "Lo que está claro es que América Latina tiene bien presente su catálogo de errores, pero aún no ha encontrado su manual de ruta para el futuro que ya se vino", sentencia el presidente Sanguinetti en su artículo, resumiendo el parteaguas en que se encuentra el debate sobre la situación y el futuro de la región: ni populismos y voluntarismos sociales que "condujeron a la hiperinflación, al desarreglo económico y al empobrecimiento general", ni "neoliberalismos ortodoxos que propusieron el Estado mínimo, el desmantelamiento de su intervención, la privatización generalizada, la confianza en que las solas fuerzas del mercado generarían la prosperidad luego de alcanzar el crecimiento".
La clave para enfrentar los desafíos no es retroceder lo ya andado en materia de reformas económicas, sino, como propone el presidente Sanguinetti recogiendo las discusiones del círculo, corregir y avanzar sobre las reformas pendientes, lo que, concluye, "nos lleva a las modificaciones en el rol del Estado". Oportunos estos antecedentes porque estos días se está realizando en Madrid, convocado por el Ministerio de Economía y Hacienda de España y apoyado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial, un seminario de alto nivel político y técnico sobre la reforma del Estado en América Latina.
Si hemos de superar los fundamentalismos que en nuestra matriz cultural tomista adquieren fuerza huracánica, debemos colocar el péndulo en el justo medio: ni el Estado es la fuente de todas las soluciones ni es la causa de todos los problemas. El Estado es, sencillamente, parte del problema y de la solución. La premisa, por tanto, no debe ser el menor Estado, sino el mejor Estado. Esta sola premisa ayudaría a establecer algunos rumbos para la reforma del Estado que apoyen una estrategia de desarrollo sostenido y equitativo y que contribuya a la consolidación de los regímenes democráticos. Y a la recuperación de la esperanza, ya que la gente percibiría que no ha quedado abandonada al darwinismo social de las fuerzas ciegas del mercado.
En primer lugar, y de acuerdo con el más ortodoxo pensamiento económico liberal, se debe reconocer que el mercado, siendo el mejor sistema para optimizar la asignación de los recursos económicos, por sí solo no produce competencia, que es la esencia de su eficacia, ni equidad, que es el fundamento de su legitimidad. Hay aquí un papel insustituible del Estado. Como Joan Prats Catalá se encarga de repetir, citando a un amigo, "si el objetivo de todo buen empresario es procurarse un monopolio, el objetivo de todo buen Estado es impedírselo". En América Latina hay una agenda pendiente en materia de la capacidad del Estado para regular las nuevas situaciones creadas por la privatización y para promover la competencia, y, por tanto, la eficacia del mercado.
En segundo lugar, debe fortalecerse la capacidad fiscal del Estado para que pueda cumplir sus responsabilidades básicas en materia de educación y salud, que constituyen el piso de la igualdad de oportunidades y del éxito económico de los países. Hasta ahora, sin embargo, el apremio fiscal de los equilibrios macroeconómicos ha conducido, en general, a un debilitamiento de las capacidades del Estado para cumplir esa responsabilidad básica, y la estructura fiscal, en general, no se compadece con los objetivos de la cohesión social.
En tercer lugar, debemos evitar las recetas. La relación entre Estado y mercado debe adaptarse a las particulares circunstancias institucionales, culturales, de recursos humanos, de capacidad del sector privado y de funcionamiento del sistema político de cada país. Basta con decir, simplificadamente, una gran verdad: en unos países hay mucho y mal Estado; en otros, poco y mal Estado. En unos países, los menos, en los cuales ha existido en alguna medida el Estado burocrático, se trata de avanzar hacia formas gerenciales de administración pública; en otros, los más, debe reconocerse que se parte de formas patrimoniales-clientelistas del Estado, en los cuales no se ha alcanzado los mínimos de autonomía pública en relación a los intereses corporativistas. En una ocasión, el presidente Cardoso, de Brasil, dijo que en América Latina está pendiente volver público al Estado".
En cuarto lugar, la reforma del Estado no puede reducirse a temas de ingeniería institucional y de tecnología administrativa. Todo esto es muy importante, pero solamente hace sentido sobre el trasfondo de un Estado de derecho y un funcionamiento eficiente del sistema político democrático. Lo contrario es poner vino nuevo en odres viejos. Sin un sólido Estado de derecho no habrá economía de mercado eficiente. La reforma del Estado debe, entonces, concebirse como reforma política orientada a consolidar el Estado de derecho. Así lo entienden los países y en el BID se viene atendiendo, lo que resulta inédito para los bancos de desarrollo, una amplia demanda de proyectos para mejorar el sistema judicial, el Parlamento, el sistema electoral, los órganos de supervisión y control de la honestidad y la transparencia en la gestión pública, y las instancias de participación de los ciudadanos. "No hay Estado eficiente", señala el BID, "con una sociedad débil".
En definitiva, como señala Przeworski, "el objetivo de la reforma del Estado es construir instituciones que fortalezcan el aparato del Estado para hacer lo que le corresponde hacer mientras le impiden hacer lo que no le corresponde". Como lo señala el Círculo de Montevideo, "los dogmas antiguos no sirven. Tampoco los nuevos, porque los dogmas nunca son buenos en la vida política".
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