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La quimera del euro

Conseguir el euro parece ser la única meta cierta a alcanzar en la actual etapa europea. No hay que subestimar su valor: la moneda es desde siempre uno de los impulsos más fuertes y permanentes de la acción humana. Desde el legendario Jasón a la caza del Vellocino de oro hasta el oculto botín de Hitler en los bancos suizos, pasando por los conquistadores a la búsqueda de El Dorado, la fiebre del oro ha hecho siempre estragos.¿Estamos ante una nueva quimera del oro? No, ciertamente, si nos atenemos a los compromisos contraídos en el Tratado de la Unión Europea. En el mismo, se trata de hacer una doble unión -la política con la económica y monetaría- asentándoles en la ciudadanía común y la moneda única.

La realización de la segunda ha estado desde el principio más elaborada y balizada. Se empezó a trabajar antes y, además, su objetivo es un único valor: el dinero. En esencia, se trata de hacer común la cultura de la estabilidad de impronta básicamente germánica.

Pero no se trataba sólo de eso. Además de proclamar un principio político como el de la unión entre los pueblos y la ciudadanía común, se preveía una conferencia intergubernamental para revisar y ajustar las normas constitucionales en un contexto tan cambiante como el de la posguerra fría.

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En medio de ese tránsito estamos. La presidencia española concluyó su labor de diagnóstico con el informe Westendorp y hasta ahora la conferencia ha honrado su nombre en sentido estricto, ya que en ella sólo se ha hablado. El contraste entre el caminar lento pero continuo de la Unión Monetaria y la sensación de parálisis y desazón en lo político es patente. Sobre todo, en relación con las opiniones públicas, preocupadas por problemas como la creación dé empleo, la seguridad ciudadana o la capacidad de la unión de generar estabilidad en el continente.

En esta situación caben tres opciones: la de continuar el proceso de Unión Monetaria, posponiendo el proceso de Unión Política; la de retomar el impulso paralelo de realización de la Unión Económica y Monetaria con la política; o la de aplazar todo el proceso, es decir, parar el reloj. Hay una más, que sería la denuncia global de todo lo pactado, en nombre de una Europa cuyo rostro sería como el de Dulcinea... sólo entrevisto en la imaginación. Aceptarla sería volver pura y simplemente al juego de la relación de fuerzas en estado puro, con la hegemonía del más fuerte, y vuelta a empezar.

La primera opción no carece de atractivo. De hecho, era la diseñada en la más pura ortodoxia funcionalista a partir de la Cumbre de Hannover de 1987 con el Informe Delors. El mercado interior más la moneda produciría el salto político. Una vez más, la historia demostró que no está para cumplir los designios de un cerebro, como ha dicho con razón Václav Havel. La caída del muro y el final de la guerra fría forzaron la realización en paralelo de ambas. Curiosamente, la constatación de esta necesaria sincronización se produjo en la cumbre extraordinaria de Dublín de marzo de 1990; ahora la presidencia irlandesa tiene una responsabilidad mayor si cabe: preparar el borrador del nuevo tratado. El primer ministro irlandés, Taosieach John Bruton, ha comprometido con claridad la responsabilidad de su Gobierno en su excelente discurso en el debate del Estado de la Unión al detallar su agenda de trabajo: enfrentarse con los problemas del desempleo y la delincuencia; completar con éxito la CIG, comenzar en hora la Unión Económica y Monetaria, la ampliación y hacer que la voz de la Unión sea respetada en el mundo.

Es de desear que la presidencia irlandesa tenga éxito. La experiencia comunitaria demuestra que no hay que infravalorar a los llamados pequeños. Ese fue el pecado de Goliat. Aunque los encuentros y desencuentros franco-alemanes sean los más aparentes, no hay que olvidar que el borrador primero del Tratado de la Unión fue luxemburgués. Pero puede ocurrir que el intento irlandés, a rematar en la presidencia holandesa, no tenga éxito, y la Unión Política se paralice o se pierda en el campo de minas electoral que se sitúa entre las elecciones británicas, francesas, alemanas, holandesas y ¿quién sabe?

Entonces nos veríamos abocados a un final lógico aunque no deseado: la creación de un Gobierno monetario consistente en el Banco Central Europeo, cuyo Consejo estará formado por los gobernadores de los bancos centrales, casta sacerdotal que comparte ya la cultura de la estabilidad y la disciplina monetaria. Su funcionamiento será perfectamente federal: cada miembro del Consejo de Gobierno tendrá un voto; las decisiones se adoptarán por mayoría.

Aunque la independencia del Banco Central sea un objetivo establecido en el tratado y su realización sea deseable, no es positivo que haya poderes sin contrapoderes. Resulta imposible explicar a los ciudadanos que se puede gestiona en común la oferta monetaria y, sin embargo, que cada uno haga la guerra por su cuenta a la hora de generar empleo, por ejemplo. Más aún, cuando se propugna un pacto de estabilidad reforzado, con multas en caso de desviación. O en el terreno de la política exterior y de seguridad, que la Unión Europea, tras prestar cinco veces más ayuda humanitaria y enviar el doble de soldados a Bosnia que Estados Unidos, haya tenido que dejarles la responsabilidad y el protagonismo de apaciguar el avispero.

Si hacemos bolsa común, habrá que gobernarla y controlarla en común.

Por eso es necesario un impulso decidido para generar una visión política capaz de impulsar el proceso, en términos de democracia y transparencia, teniendo presente que este proyecto debe de interesar a las personas concretas, con sus aspiraciones y temores, procurando mantener la dimensión social y la cohesión que son señas de identidad europeas.

En España urge también que abramos este debate en la sociedad, para no vivir el proceso de convergencia como una dieta inacabable, una excusa para todo tipo de sacrificios aceptados con unánime resignación. De momento, el Gobierno, desgarrado entre su alma thatcheriana y su conversión democristiana, sólo nos habla de eso.

Si el sueño europeo se limita a la quimera del euro, acabará produciendo pesadillas no deseadas.

Aún estamos a tiempo de realizarlo con plenitud, si somos fieles a nuestro compromiso y tenemos el valor colectivo de convertirlo en realidad.

Enrique Barón Crespo es eurodiputado, miembro de la Comisión de Exteriores del Parlamento Europeo.

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