El peatón agradece
He llegado a la sospecha de que lo que más me gusta de estar aquí, apoyado a esta columna mirando pasar el sábado madrileño con las manos en los bolsillos, es que alguien al fin me escucha. Eso es algo que últimamente no sucede a menudo.Para hacer el cuento corto, empecemos el último sábado a medianoche, momento en que al fin me despego de la columna y, mientras adivino las estrellas más allá de las farolas, le doy pataditas a las castañas del otoño, cansado pero contento por una intensa jornada de trabajo.
Esa medianoche me dirigí a La Ballena de Jonás, un bar por el Dos de Mayo donde de cuando en cuando me reúno con otros peatones para mantener el toque en sanos deportes como el billar, el ajedrez, las bromas contra el Gobierno y la cerveza helada. Me encontré un tugurio de aluminio rebautizado Ballena's, con un gorila en la puerta peinado como un sargento de telefilme. Que no era el guardia, pues el guardia estaba detrás; era el que al abrirse la puerta arrollaba al visitante con un rugido. Decía que en adelante al Ballena's no se iría a descansar del trabajo, sino del gimnasio; no a charlar, sino a petardear, y no a meterse con el Gobierno, sino a calcular cuánto están volviendo a ganar los yuppies, que regresan. Cerveza en vaso alto y billar para sacar cadera como en las películas de Tarantino.
El domingo me mantuve lejos de los ciclistas de Serrano, los motoristas del Jarama, los campeonatos de trepa de árboles (ese día fue el primero, en El Retiro), la depresión del domingo y los patinadores suicidas de Recoletos, y el lunes me fui animoso a pagar mis impuestos de peatón desgastador de pasos de cebra y usuario del cielo velazqueño de Madrid. (Del agua potable me abstuve). Suelo elegir octubre porque entonces el viento pule el cielo color desagüe, de lavadora hasta devolverle el azul velazqueño, y mi autoestima resiste.
Pues bien: después de haber esperado dos horas a que regresara de su segundo desayuno la señorita del segundo piso al fondo a la que me había remitido un individuo de la primera planta por el que una cola de media hora antes me había dicho que preguntara una señorita del servicio de información que odiaba estar allí, decidí que cuando me llegara el papelito con la multa... en fin: imagínense lo que haré con el papelito. (Tienen tres oportunidades).
Martes y miércoles acabaron con toda esperanza en la oficina. Largas, sombrías jornadas de agotadores trabajos con los que el nuevo jefe pretende confirmar a los suyos que sí, es idiota, pero diligente, condiciones ambas sine qua non para ascender en mi empresa. De modo que todo el mundo gastando moqueta de arriba para abajo, moviendo archiveros y cambiando el polvo de lugar.
Y el jueves, cuando el jefe se va al congreso europeo de contratistas bilingües (especialistas en documentos de dos tintas: una indeleble y la otra invisible), y al fin podemos tomar café en la oficina y comentar el fútbol del día, entonces llego a casa y me encuentro a la parienta y los chicos pegados a un concurso. Leo un periódico. Las once. "Por qué no cenamos", propongo. "Cena tú", me dicen. Sí, el tono es el que suena.
Ceno, pues, solo y me comienzo a preocupar porque siguen tan pegados al televisor que ni siquiera zapean. Se lo tragan todo -coches, hipotecas, besos, lágrimas, concursos-, sin discriminar. Decido tomar medidas.
Saco pues el metro y mido, y luego el serrucho y con cuidado empiezo por la hija menor, que necesita diez horas de sueño. Cuando por fin los consigo separar de la tele y llevo a los niños a dormir, drogados, exhaustos, mi esposa se deshace una vez en lágrimas y, dándose golpes de pecho, jura que no volverá a concursar.
Pero el viernes es lo mismo. Así que el sábado me levanto pronto para subir a mi columna y agradecer a un público tan cortés que me escuche. (Si. ha llegado hasta aquí es que escucha. O lo que es lo mismo, lee). Un público, por otra parte, tan silencioso.
O sea que gracias, muchas gracias.
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