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Tribuna
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No pactarás

Tan previsible era la brutal subida de fiebre en Oriente Próximo que, como bien ha subrayado M. A. Bastenier en estas mismas páginas, lo único pasmoso es el pasmo de tantos occidentales ante la dureza de cerviz de Benjamín Netanyahu. Harto acostumbrados a la traición de las promesas electorales en nombre del pragmatismo, muchos se asombran de que el primer ministro israelí aplique al pie de la letra el programa ultraderechista. que, pregonado con estrepitosos toques de shofar, le valió el apoyo de la mayoría del electorado: el proceso de paz es una monstruosa traición porque pretende repartir entre israelíes y palestinos una tierra que tan sólo pertenece, por derecho divino y por derecho de conquista, a los primeros.Para los que sigan estupefactos ante la berroqueña fidelidad de Netanyahu a sí mismo y a los suyos, y su no menos indestructible desconfianza respecto a los otros, cabe recordar que esa actitud encaja a la perfección en la tres veces milenaria tradición judía y en la corta pero intensa vida del Estado de Israel. Esa disposición de ánimo es, precisamente, la que ha pemitido la admirable epopeya de la supervivencia del pueblo judío, y también la que ha arrojado leña al fuego en muchas de las brutales persecuciones de que ha sido objeto.

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"No pactarás con ellos ni con sus dioses", dice el pasaje del Tanakh, la Biblia hebrea, en el que, tras haberle liberado de la esclavitud de Egipto y haberle dictado los Diez Mandamientos, Yavé explica a Israel cómo piensa ayudarle a conquistar militarmente Canáan, la tierra prometida. Así habla Yavé (Exodo,23): "Te doy por confines desde el mar Rojo hasta el mar de Palestina y desde el desierto hasta el río. Pondré en tus manos a los habitantes de esa tierra y los arrojarás de ante ti. No pactarás con ellos ni con sus dioses".

Mucha agua ha corrido por el Jordán desde entonces, pero toda la historia posterior del pueblo judío no ha hecho sino reafirmar su convicción de ser una comunidad especial rodeada por gentes hostiles, con las que mejor no pactar, puesto que si les das la mano terminan agarrándote por el cuello. El exilio en Babilonia, la destrucción del Segundo Templo por los romanos, los dos milenios de diáspora, la confinación en guetos, las expulsiones, los pogromos y, culminándolo todo, el apocalíptico horror de la Shoah, no predisponen a los judíos a la confianza.

Cubrí las elecciones israelíes de mayo y pregunté a muchos votantes de Netanyahu si no temían el aislamiento internacional que podría provocar la aplicación de un programa tan flagrantemente opuesto a los acuerdos de paz firmados por el Estado judío. La respuesta sistemática vino a ser la siguiente: "No. Estamos acostumbrados a la soledad. Hemos sostenido nuestro Estado contra todas las guerras desencadenadas por los árabes, la hostilidad de los países del Tercer Mundo y del antiguo bloque comunista y la crítica de tantos europeos". Bastantes pensaban incluso que el regreso al espíritu de fortaleza asediada, el llamado complejo de Massada, podría tener el beneficioso efecto de soldar las grietas internas de la sociedad israelí.

Lo que intentaron valientemente Rabin y Peres -y lo que al primero le costó la vida y al segundo, el puesto- fue hacer de Israel un Estado como los demás y del pueblo judío un pueblo como los demás. Ni demasiado amenazado ni demasiado seguro; ni demasiado querido ni demasiado odiado. Pero la coalición ultra acaudillada por Netanyahu consiguió que los electores rechazaran el revolucionario intento laborista de introducir en Israel la cultura del pacto con los otros pueblos de la tierra de Canáan.

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