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La globalización como ideología

Gran parte de nuestras dificultades y de la crisis en la que están sumidos muchos países, sobre todo en Europa y en América Latina, se debe a que confundimos dos procesos o dos etapas de nuestra vida económica y social que debemos separar e incluso oponer: la adaptación a una economía mundial abierta y el desarrollo o, más sencillamente, el crecimiento. Desde hace 25 años estamos pasando de economías nacionales de producción, que eran proyectos globales de modernización, a la vez nacional, social y económica, a la necesaria adaptación de cada país y cada empresa a unos mercados mundiales cada vez más abiertos en los que los competidores son cada vez más numerosos y las innovaciones técnicas hacen que sectores enteros económicos nazcan y mueran de forma acelerada.

Es una transformación difícil, ya que a ella se oponen multitud de intereses adquiridos, pero es indispensable. Y cuanto más difícil y lenta es, más se debilita la competitividad del país en cuestión, y con ella su nivel de vida y de empleo. Eliminar la inflación, reducir el déficit fiscal, incrementar las exportaciones, dominar las nuevas tecnologías y contribuir a su desarrollo, y por consiguiente, elevar el nivel de la educación y de la investigación, son imperativos de los que ningún país se puede librar sin correr grandes riesgos. Esta mundialización del mercado y de la producción se traduce más directamente en tensiones financieras. Los europeos lo sabemos mejor que nadie ya que desde hace cinco años nuestra vida económica y política está regida por el Tratado de Maastricht, que impone rigurosos sacrificios financieros y presupuestarios a los Estados y que debe dotar a Europa de una fuerza geoeconómica indispensable frente a EE UU y Japón. Si el Tratado de Maastricht, a pesar de las fuertes reticencias que provoca, sigue siendo la directriz de nuestra política común es porque simboliza, la aceptación plena y definitiva, tras el Acta única, de esta nueva situación de la economía, de este paso de unos sistemas político-económicos nacionales a una economía mundial.

Pero del mismo modo que sería insensato rechazar esta mutación, es peligroso creer. que garantiza por sí sola el crecimiento y, más aún, el desarrollo. La economía -de mercado es un medio, el más eficaz, para desembarazarse de los controles políticos o administrativos de la economía, que se han vuelto paralizadores, pero no asegura por sí misma el espíritu empresarial, la inversión a largo plazo, el aumento del nivel de vida, la integración y la justicia social, la satisfacción de los individuos. El desarrollo económico y social requiere inversiones, una distribución equitativa del producto, la movilización de recursos cada vez más diversos (educación, gestión pública y privada, movilidad de los factores y de los sistemas de comunicación) e incluso la salvaguardia de los grandes equilibrios sociales amenazados por divisiones cada vez más profundas allí donde se permite crecer las desigualdades o los conflictos entre grupos sociales, étnicos y culturales.

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Sin embargo, hoy estamos dominados por una ideología neoliberal cuyo principio central es afirmar que la liberación de la economía y la supresión de las formas caducas y degradadas de intervención estatal son suficientes para garantizar nuestro desarrollo. Es decir, que la economía sólo debe ser regulada por ella misma, por los bancos, por los bufetes de abogados, por las agencias de rating y en las reuniones de los jefes de los Estados más ricos y de los gobernadores de sus bancos centrales. Esta ideología ha inventado un concepto: el de la globalización. Se trata de una construcción ideológica y no de la descripción de un nuevo entorno económico. Constatar el aumento de los intercambios mundiales, el papel de las nuevas tecnologías y la multipolarización del sistema de producción es una cosa; decir que constituye un sistema mundial autorregulado y, por tanto, que la economía escapa y debe escapar a los controles políticos es otra muy distinta. Se sustituye una descripción exacta por una interpretación errónea.

No sólo las economías siguen siendo ante todo nacionales -lo que es cierto sobre todo en los dos extremos del horizonte económico, EE UU y China-; no sólo el mundo parece encaminarse hacia una trilateralización -Norteamérica, Japón y la UE- más que hacia una globalización; no sólo en el terreno de las comunicaciones de masas asistimos a una hegemonía norteamericana más que a la internacionalización, sino que, lo que es aún más importante, asistimos a la creación de redes financieras mundiales en lugar de a la creación de una economía mundial. Todo ello se refleja en una cifra citada muy a menudo, y desde luego impresionante: sólo el 2% de los movimientos de capital corresponde a intercambios de bienes y servicios.

Estamos reviviendo a mayor escala lo que a principios de siglo se llamó imperialismo, es decir, el predominio del capital financiero internacional sobre el capital industrial nacional, de acuerdo con el análisis de Hilferding (1910). Michel Albert ha contrapuesto inteligentemente el capitalismo anglosajón, ante todo financiero, a lo que él denomina capitalismo renano (al que se puede vincular en gran medida el capitalismo japonés, al menos antes de la aparición de la burbuja financiera que ha estallado recientemente), cuya fórmula nos ofrece Alemania: la asociación estrecha entre la banca, las grandes empresas y el Estado. Esta hegemonía del capital financiero no sólo no es la condición para el desarrollo económico, sino que supone para él un obstáculo que un gran número de países no logra superar. Esto puede comprenderse fácilmente mediante una referencia histórica: desde hace un cuarto de siglo, el petróleo no ha sido un instrumento de desarrollo, sino de desgracia. La abundancia de recursos financieros que ha proporcionado a Argelia, Irak, México o Venezuela no les ha traído el desarrollo, sino la corrupción y la descomposición política y social. En vez de oponer la conmand economy -la economía dirigida- a la economía liberal, como el pasado al futuro, hoy, cuando abandonamos la economía dirigida, debemos preguntarnos cómo evitar caer en la economía salvaje y cómo construir un nuevo modo de gestión política y social de la actividad económica. Lo importante es realizar este cambio de conceptos y abandonar la ilusión de una sociedad liberal, es decir, reducida a un conjunto de mercados; abandonar, pues, el peligroso sueño de un Estado reducido a la función de vigilante nocturno, como decían los liberales del siglo XIX, precisamente cuando más necesitamos al Estado para garantizar las transformaciones necesarias para preparar las inversiones a largo plazo y para cerrar las divisiones sociales. Ello será más fácil si definimos claramente los objetivos y los medios de la reconstrucción económica, una tarea que sobrepasa con creces las posibilidades de este artículo, pero que se puede definir brevemente: hay que crear o reforzar los actores sociales. En primer lugar, los innovadores y los empresarios, lo que supone una transformación de la función de los bancos, de la Administración pública y del sistema educativo. En segundo lugar, e igual de importante, la renovación de las reivindicaciones populares, que deben dirigirse ante todo contra la desigualdad, la exclusión y la segregación, y que siguen siendo demasiado débiles. Y en tercer y último lugar, reforzar la conciencia nacional, se trate de Europa, de España o de Cataluña, es decir, la voluntad de poner la economía al servicio de la sociedad y, más concretamente, de la justicia social. En muchos países de Europa, y probablemente en Francia más que en otros, la crisis se debe a que no conseguimos salir de la economía dirigida ni construir un nuevo modo de control social de una economía mundializada. Combinamos liberalismo económico incontrolado y defensa de los intereses adquiridos, generalmente por las clases medias. Perdemos el dina mismo económico mientras se agravan las desigualdades, la precariedad y la exclusión. Hay que acelerar la salida del antiguo sistema económico para acortar lo más posible la transición liberal y resocializar la economía.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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