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Las reglas del juego

"Entre un Estado terrorista y los comportamientos ilegales de aparatos de poder hay una diferencia fundamental", recordaba el presidente de la Audiencia Nacional, Clemente Auger, ante una observación de Manuel Vázquez Montalbán, que consideraba una "tragedia el descubrimiento de que vivimos en un Estado terrorista". Esa diferencia fundamental es la que no tienen en cuenta quienes atribuyen los asesinatos de los GAL a un Estado terrorista, pero es también la que se empeñan en borrar quienes rechazan la idea misma de que los aparatos de poder hayan podido incurrir en comportamientos ilegales y, por no asumir la responsabilidad que les incumbe como Gobierno, proporcionan a los primeros el impagable argumento de que el Estado es culpable de terrorismo. Y así, entre las imprecaciones de unos y la defensa del honor de los otros, la política sigue llena del ruido levantado por quienes deslegitiman la democracia con la clásica acusación de que todos los Estados son iguales, todos delincuentes, y por quienes aducen razones de Estado para eludir cualquier responsabilidad por delitos cometidos desde el Gobierno.A los que denuncian al Estado como terrorista poco les importa que su misma denuncia sería impensable si el Estado fuera realmente terrorista. Los llorones del 98 no habrían podido llorar tanto y tan a la vista del público si el Estado contra el que arremetieron no hubiera sido un Estado liberal: con Franco se acabaron los llantos. No es más que una falacia populista afirmar que no hay diferencia alguna entre un Estado como el franquista, en el que el funcionario-policía apaleaba al dirigente sindical sin que ningún funcionario-médico denunciara los hechos y ningún funcionario-juez- instruyera la correspondiente causa por torturas, y el Estado democrático actual, en el que los forenses gozan de libertad para establecer las causas de las muertes en cuarteles o comisarías y hay abiertos procedimientos por torturas y asesinatos, no ya contra algún policía, sino contra varios generales.

Pero tan grave como ese populismo, añorante de una política liberada de políticos, y tan amenazador para la salud de la democracia es la panoplia de argumentos esgrimidos por el secretario general del PSOE en sus últimas apariciones públicas. Más allá del atroz razonamiento cuantitativo (tantos ellos, tantos nosotros: ésa es toda la diferencia), y si no se entiende mal lo que dice, Felipe González cree que los nueve millones y pico de votos obtenidos en las últimas elecciones le eximen de toda responsabilidad política y moral, activa o pasiva, por los crímenes cometidos desde los aparatos de Estado mientras él era presidente del Gobierno. La democracia como ideal abstracto sirve de coartada para absolutizar de tal modo el principio de la soberanía popular que se rechaza cualquier sanción sobre presuntos comportamientos ilegales por encima del veredicto del cuerpo electoral.Éste es el camino que, llevado el otro día hasta el absurdo, termina con el voto enfrentado a la ley, la democracia enfrentada al derecho, la política enfrentada a la judicatura. La democracia española, acosada por un frente populista que denuncia a todos los políticos como corruptos o asesinos (ya hemos visto a Aznar denunciado como encubridor de asesinatos por quienes ayer mismo le saludaban como el gran regenerador), debe salvar esa pendiente a la que le empujan ciertos residuos jacobinos que, so pretexto de elevarla a una región por encima de la ley, pretenden situar a sus gobernantes al abrigo de toda responsabilidad que no se dirima exclusivamente en las elecciones. Ni populista ni jacobina, la democracia de hoy, para no envilecerse, no tiene más remedio que asegurar la supremacía de algo tan prosaico como las reglas de juego. Y la regla que rige todas las reglas es que quienes no las cumplen, la pagan. De otra forma no sería posible argumentar que, en efecto, no vivimos en un Estado terrorista.

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