Ignorancia, mutilación, irresponsabilidad.
Ha causado un general estupor la afirmación de Felipe González ante Iñaki Gabilondo en el sentido de que en España no ha habido "terrorismo de Estado" y de que así se demuestra por el limitado número de muertos como consecuencia de acciones del GAL. Aparte de la frialdad ante la desaparición de vidas humanas que denota esa frase, empieza por resultar una banal incongruencia a poco que se la examine. Es obvio que los funcionarios del catastro de Albacete no han sido miembros del GAL y cabe recordar que, si para aceptar la designación "terrorismo de Estado" hay que partir del supuesto de que todo él lo había practicado, entonces nunca sería posible, por la lógica y laudable resistencia de sus servidores a alinearse con esas actividades. Por "terrorismo de Estado" ha de entenderse la actuación al margen de la ley de funcionarios policiales en redes organizadas y con uso de dinero público bajo el mando de una cúspide decisoria cuya identidad por el momento se ignora. Es una evidencia que eso ha existido en España y lo han dicho quienes debían; a saber, los jueces.Siendo patente esta realidad, aún resulta más estremecedora esa especie de sabiduría cazurra del ex presidente que consideraría ese reproche como "historias" porque, a fin de cuentas, según parece, considera que el que sucedan este género de cosas es tan inevitable como que caigan las hojas en otoño. La irritación porque a él se le venga con tales monsergas le hace citar a los presidentes norteamericanos y a las experiencias de otros países europeos para argüir que los gobiernos anteriores nada tienen que reprocharse.
Pero le convendría repasar la Historia con mayúscula -no esas "historias"- para descubrir que nada es como dice. Desde los años sesenta, los países democráticos se han enfrentado con el terrorismo apoyado en un género de doctrinas que en un principio le consideraban legítimo y luego intentaban "comprenderlo". Sólo anteayer se ha utilizado la colaboración internacional como medio complementario para erradicarlo. En ningún país democrático un ministro del Interior permanece encausado por la Justicia, con algunos de sus más directos colaboradores, a la espera de si en su juicio un ex presidente habrá de sumarse a esa lista. Todo eso tiene sus razones objetivas que es fácil resumir.En Alemania la lucha contra el terrorismo se vio acompañada por debates públicos sobre la recogida de datos de vida privada y acerca del régimen penitenciario. Hubo terroristas que se suicidaron en la cárcel, pero investigaciones independientes demostraron que tan sólo habían elegido para sí la muerte que habían impuesto a otros. En Italia las Brigadas Rojas asesinaron a un presidente, pero con el terrorismo se acabó en los ochenta gracias, sobre todo, a los "arrepentidos". A Thatcher se le reprochó indiferencia ante las huelgas de hambre de miembros del IRA o endurecimiento de su prisión. La eliminación de tres terroristas identificados y armados en Gibraltar fue, sin duda, un comportamiento expeditivo, pero no pasó de eso. En Francia con el terrorismo se ha acabado por medios legales; no tiene sentido, para argumentar en contrario, remontarse hasta la guerra de Argelia porque en ese momento hubo en el vecino país una auténtica guerra civil. Los Estados Unidos han aplicado a países que practican el terrorismo de Estado un género de represalias más que discutibles, pero que tampoco son comparables con el GAL.
Todo esto se sabe de sobra y explica que tan sólo existan en España antiguos dirigentes políticos procesados por terrorismo de Estado. La comparación es, pues, una irresponsabilidad que prolonga la de haber montado o tolerado el GAL. Más irresponsable es todavía argumentar que los nueve millones de votantes del PSOE concedieron un cheque en blanco para saldar esa cuenta. Al adoptar este género de posturas, Felipe González parece empeñado en miniaturizarse como político y gobernante hasta su inutilización, cuando ha tenido también unos méritos que al observador objetivo le resultan evidentes. Y, al hacerlo, mutila con bisturí eléctrico la posibilidad de que una porción considerable de la sociedad española le considere como una opción política real.
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