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Tribuna
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En Grozni, por ejemplo

Desde hace tiempo, desde que se estableció la presunta sociedad apacible de los noventa, uno va a la zona de información internacional del periódico con la tensión muscular de quien aguarda un golpe. Son ya demasiadas fotografias que reiteran la obscenidad en blanco y negro' del sufrimiento ajeno. Y la costumbre de la violencia ficticia, de la sangre en su versión coloreada, la frecuencia y vanación de la muerte ejercida por los profesionales del espectáculo, no es recurso suficiente para armar la precaución emocional. Tiene un exceso de rotundidad esa imagen cautiva, ese momento cualquiera en el trayecto de la desesperación que una cámara rapta al azar para depositarla intacta en medio de una página, a la espera de que la complicidad de un lector la devuelva a la vida.La calidad de los reportajes gráficos y la abrumadora materia prima con la que han podido trabajar últimamente debería haber establecido ciertas dosis de resistencia, a la manera de un encallecimiento protector que nos permita sobrevivir a nuestra conciencia. Y sin embargo, tras haber digerido secuencias estremecedoras, como la satisfacción de un guerrillero enarbolando lo que en su momento fue la mano de un enemigo, reducida ahora a una hilera de dedos cabizbajos y deshabitados; o el médico en cuclillas, contemplando la calavera embarrada de -un desaparecido, como buscando en las orillas de sus cuencas ciegas el nombre al que respondió; o la atonía de un rostro infantil, tensado por el hambre, que encharcan dos ojos excesivos; o el sacrificio inútil de un animal de fiesta, embistiendo contra su encomiable incapacidad para racionalizar el dolor, salpicando con sangre verdadera la alegría ilesa de los canallas: después de todos los instantes de aberración acotados en crónicas diversas, nos queda una reserva moral exigiendo que cierta imagen consiga amargarnos el día. El día, por lo menos.

Tengo a mano la noticia sobre la declaración de un alto el fuego en Chechenia. Los titulares especulan sobre las relaciones entre Yeltsin y Lébed: esos dos ex funcionarios de la podredumbre brezneviana encalados con la brocha milagrera de los poderes occidentales. Pero no son las vicisitudes de esos personajes lo que me ha provocado la náusea nuestra de cada día. En el centro del reportaje se extiende. una fotografía de Associated Press. Una fotografía devastadora, a pesar de su apariencia inocua. No hay un solo cadáver, no hay máquinas de guerra exhaustas y vacías ni adolescentes huyendo hacia una madurez precipitada y sin recuerdos donde refugiarse. Se trata de una mujer mayor, vestida con precariedad. Lleva un pañuelo anudado en la cabeza, una bata estampada y sandalias. Habrá dejado su hogar con prisas, porque sólo le ha dado tiempo a amontonar dos sacos sobre un carro ligero. Ha llegado hasta el centro de una vía férrea: le habrá costado un esfuerzo suplementario y tal vez insoportable remontar los raíles con su carga. Entonces, se ha dejado caer sobre el vehículo y se ha echado a llorar, tapándose los ojos con una mano. Tras ella, borrosas por el enfoque de la cámara, una locomotora silenciosa y la lividez paralela de los pilares de la estación.

A veces, las fotografías de multitudes en un éxodo pavoroso o las que reproducen los despojos de una masacre tienen una fuerza menor que la de esta mujer llorando en Grozni. Quizá porque nos resulta imposible experimentar el dolor colectivo, porque la costumbre nos ha ido ajustando los niveles de percepción de la desgracia. Y entonces, sale al paso esa desesperación concreta, esa tristeza tan abrumadora que impide continuar caminando. Una amargura idéntica al agotamiento físico, contra la que ni siquiera sirve la premura por salvar lo que queda. El momento en que se cumple el límite de las penalidades y la realidad se convierte en un ámbito ilegible.

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Para acercarnos un poco a lo que está pasando necesitamos ese fragmento de historia individual, la ausencia de un valor general y confortablemente distanciador en la soledad de esta mujer chechena. No la conoceremos nunca, no sabremos de qué forma sus ilusiones han ido desguazándose, qué pérdidas atroces han ido encasquillando el mecanismo que asegura la asunción de nuestras experiencias. Por no saber, ni siquiera veremos los pasos que dio tras aquella pausa que la agencia de noticias ha hecho irrevocable. Pero ese momento en que se detuvo a desahogarse, acodada sobre el carretón minúsculo, es la materia íntima de la historia. De la historia que se suele ignorar, un nombre y un apellido que pasará a la Gran Historia, recibiendo a los asesores para inversiones extranjeras en Rusia. Lo malo es que antes de ver su rostro satisfecho junto a sus acompañantes calculadores de beneficios y pérdidas mundializables nos hemos topado con una imagen brutal que matiza este Nuevo Orden de cosas pluscuamperfecto, una imagen que duda de esta presunta racionalidad coexistente con la destrucción de individuos, de personas que son una realidad completa, una vida irrepetible, deseos y recuerdos en la clausura inimitable de un cuerpo. Una imagen de lo que está ocurriendo ahora mismo, en una mañana de domingo, mientras aquí se desata la furia popular por un contrato futbolístico o se relata la indignación por la mala tarde de un torero. De lo que sucede en muchos sitios. En todos esos lugares donde la insoportable levedad de una mujer se convierte en la totalidad de la historia. En Grozni, por ejemplo.

Ferran Gallego es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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