'El origen del mundo'
Desde que, en 1973, en Persona non grata, su libro de memorias sobre su traumática experiencia como diplomático enviado a Cuba por el gobierno de Salvador Allende para reabrir la embajada chilena en La Habana, Jorge Edwards se atrevió a criticar con severidad el régimen de Fidel Castro, pasó a ser víctima de la inquisición intelectual de la izquierda, la que, desde entonces, se las ha amañado para negarle la admiración y los elogios -no se digan, los premios- que su obra literaria hubiera merecido en América Latina y en España, si hubiera sido un intelectual más 'progresista', es decir, menos independiente y menos libre.Ni siquiera el haber sido expulsado de la diplomacia por el régimen de Pinochet y su militancia contra la dictadura chilena, a favor de la democratización de su país, levantaron del todo esta cuarentena literaria, que ha restado difusión y rodeado de reticencias y mezquindad, a una obra personal y diversa, de cuentista, novelista y ensayista, que tarde o temprano deberá ser aceptada como lo que en verdad es: una de las más valiosas y coherentes producidas estos años en la lengua española. Ahora, hay una, razón de más para hacerle por fin justicia: la publicación de El origen del mundo (Tusquets Editores), una historia que, bajo la tramposa apariencia de un divertimento ligth, es en realidad una compleja alegoría del fracaso, de la pérdida de las ilusiones políticas, del demonio del sexo y de la ficción como complemento indispensable de la vida.
De todas las historias que ha escrito, ésta es la que me ha gustado más, la más divertida e inesperada, la de construcción más astuta, y, también, la que mejor representa esa personalidad suya, de caballero a primera vista tan formal, tan anglófilo, tan atildado y serio, que, sin embargo, lleva consigo siempre, oculto, a su contrario y antípoda, un desmelenado, un inconforme, un incorregible capaz de todas las locuras, al que, de cuando en cuando, saca de la jaula y exhibe, como demostración práctica de aquel aserto según el cual las personas no son nunca lo que parecen.Cuando lo conocí, a comienzo de los años sesenta, en París, Jorge Edwards era un joven tímido, educadísimo y tan futre -un pije, dicen los chilenos- que daba la, impresión de conservar el saco y la corbata hasta en el excusado y la cama. Había que intimar mucho con él para tirarle la lengua y descubrir lo mucho que había leído, su buen humor, la sutileza de su inteligencia y su inconmesurable pasión literaria. Sin embargo, de pronto, en el lugar menos aparente y dos whiskies mediante, se trepaba a una mesa e interpretaba una danza hindú de su invención, elaboradísima y frenética, en la que movía a la vez manos, pies, ojos, orejas, nariz y, estoy seguro, otras cosas más. Después, no se acordaba de nada. Pablo Neruda, que le tenía mucho aprecio y le pronosticaba un gran porvenir literario, juraba que, una vez, había entrado a una sala de fiestas malafamada, en Valparaíso, y que, petrificado de sorpresa, descubrió a Jorge Edwards,_ el ex-alumno jesuita, el joven modelo, ¿haciendo qué? Trepado en un balcón y arengando así a la concurrencia: "¡Basta de hipocresías! ¡Empelotémonos todos!". Él lo niega, pero yo meto mis manos al fuego que fue capaz de eso y de espectáculos aun más excesivos.
Estas anécdotas me han seguido como una sombra mientras leía las venturas y desventuras del doctor Patricio Illanes, Patito, el médico setentón, protagonista de El origen del mundo, que en los medios de chilenos exiliados en París, espoleado por celos retrospectivos, trata de averiguar si su joven mujer, Silvia, fue también amante de Felipe Díaz, amigo, compañero de destierro, dipsómano y Don Juan, cuyo suicidio -espléndidamente descrito, dicho sea de paso- inaugura la historia y crea la circunstancia propicia para desatar los recelos matrimoniales del médico. El doctor Illanes es un hombre de doble fondo, como todos los seres humanos, desde luego, y la novela lo muestra, de manera vívida, en esa pesquisa disparatada y patética, en la que el médico, a la vez que hace el rídiculo y se desintegra moralmente, va revelando, como en una radiografía, sus fantasmas, miedos y complejos.
Pero el gran acierto de la novela es que, al final, lo que el lector en verdad descubre, gracias a la neurótica correría de Patito Illanes en pos de un fuelo fatuo, de una fantasmagoría sin pies ni cabeza -los supuestos cuernos que le habrían puesto Felipe y su mujer-, es algo más general y menos deprimente que la peripecia tragicómica., de un vejete. Que, sin el aderezo de esos embauques, de esas fantasías, languidecería el amor, se atrofiaría el deseo y la vida sería menos intensa y humana, una rutina empobrecedora y animal. Presa de esa obsesionante ficción, el doctor Illanes sufre y se cubre de ridículo, sí; pero, también, tiene su recompensa: revive el amor-pasión de sus años maduros, redescubre el milagro del placer y su dormido sexo se reanima, en ese maravilloso y sorprendente final, el cráter de la historia, en que vemos resucitar carnalmente al médico y hacer el amor con su mujer como un apasionado muchacho.
El tono amable, zumbón, divertido, el abundante humor que sazona todos los episodios de la novela, es engañoso, pues parece indicar que El origen del mundo es una intrascendente y amena farsa. En realidad, la recorre una poderosa carga erótica y una preocupación clásica: ¿para qué sirven las ficciones? Su cómica anécdota es una metáfora de aquellos 'fantasmas de carne y hueso', de que está hecha la vida del deseo, y que Jorge Edwards exploró ya en un libro de cuentos. Todo ello está aludido en el título de la novela, el de un cuadro célebre de Gustave Courbet, de 1866, que le encargó un rijoso 'bey' de Turquía y que, al parecer, inflamó también con su provocadora imagen -la vulva de una hermosa mujer con la cara cubierta por una sábana- la casa de Jacques Lacan, antes de exhibirse al gran público, ya sin escandalizar a nadie, en estos tiempos permisivos, en el Museo de Orsay. Este cuadro, que acaba de ver, desasosiega la memoria del doctor Illanes, y es el dispositivo que pone en marcha sus celos, cuando descubre, en la casa de su amigo suicida, una foto de una mujer en pose idéntica a la del óleo de Courbet, en la que cree reconocer el cuerpo de la suya propia. Al final, entendemos que el sensible Patito no descubre ni asocia nada; que todo lo inventa, para llenarse de emociones y sentimientos y para vivir otra vez. Porque sufrir, atormentarse, es también una forma -heroica- de resistir a la vejez, de oponer una ilusión de vida al implacable avance de la muerte.
La decadencia que amenaza al médico no sólo está determinada por la cronología, el paso de los años que lo aproximan a la tumba. También, por un sentimiento de fracaso vital. Es lo que llevó a su amigo Felipe Díaz, a irse hundiendo en las arenas movedizas de la bebida, a marearse en ese incesante trajín de conquistas femeninas y, por fin, cuando nada de eso fue ya suficiente para disimular su irreversible ruina, a suicidarse. Es la vejez, desde luego, pero, sobre todo, son las ilusiones perdidas, las viejas luchas y sueños políticos, que animaron sus vidas, que los arrancaron de su país, Chile, los aventaron al exilio de París, y que, ahora, en vez de justificar sus existencias, parecen abolirlas. No les ha ido mal, después de todo. Han so brevivido, encontrado trabajo, y los rodea un mundo donde las cosas que ellos aman -las ideas, los libros, las artes- proliferan. Pero, pese a todo, viven como en un limbo y se sienten sobrevivientes de sí mismos. Se trata de ex-comunistas, que creyeron en un ideal, al que sacrificaron sus mejores anos. Organizaron sus vidas en función de él y, por él padecieron y resistieron la adversidad. Ahora, ese ideal se ha hecho añicos y los ha dejado varados, como muertos en vida, sin saber en qué creer ni si todavía es posible creer en algo. La historia no ha sido generosa con ellos: pasó de largo y los olvidó. Felipe Díaz no lo pudo resistir y se mató.
Pero, Patricio Illanes es capaz de reconvertirse, de transmutarse en otro ser, mediante una estratagema -muy egoísta, sin duda-, que está en la raíz misma de la literatura y las artes: la ficción. Ya no la histórica de antaño, la ficción ideológica, la de la sociedad ideal, la del mundo salvado por la acción proletaria; no, una ficción pequeñita, privada, individualista a más no poder, pero también intensa y amasada con lo mejor y lo peor de sus entrañas: la del amor-pasión. Los celos, la fantasía que los atiza, devuelve a sus días una excitación y una razón de ser que creía extintas, y, sobre todo, reaviva y enriquece su relación con Silvia. Gracias a ese minidrama, Patito rejuvenece, vive de nuevo. Así lo entiende su mujer, la narradora del último capítulo que, con ironía y benevolencia: al mismo tiempo que se resigna a jugar el papel que le ha sido asignado en esa representación fraguada por el doctor, percibe con lucidez los secretos mecanismos que la animan y absuelve a su marido. Nosotros, los lectores, también: el doctor Illanes, payaso y paranoico, termina por imponérsenos como una figura simpática, casi heroica, pues es capaz de fraguarse un destino propio, diferente al que le quieren imponer las circunstancias.
Al final, todos ganan, y lo que parecía simple farsa resulta un delicioso apólogo en torno a los maleficios de la ficción sobre la vida.
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