Urge un debate redentor sobre Europa
Que Laurent Fabius, padre de la deflación competitiva pronuncie la oración fúnebre del franco fuerte y que, siendo uno de los inspiradores del Tratado de Maastricht, exija su revisión en medio de una total indiferencia, no deja de producir inquietud sobre el estado del debate público en Francia. Habría que pensar que bajo la avalancha de imágenes y sonidos ya nadie sabe leer. Porque el llamamiento de Fabius para que se aproveche la última oportunidad de salvar a Europa es, claramente, una ruptura importante con las posiciones tradicionales de los socialistas franceses y con la herencia de François Mitterrand, y todo ello en el terreno decisivo de la política económica y de Europa.Werner Hoyer, el ministro de Asuntos Europeos alemán, es el único que en su réplica a Fabius no se equivocó... al menos en lo que se refiere a la importancia del acontecimiento. Tras el documento Lamers, el debate francés sobre Europa se alimenta una vez más desde Alemania. Pero esta aportación es ante todo un llamamiento al respeto de las normas, en este caso la estricta aplicación de los criterios de convergencia para el paso a la moneda única. Más que de abrir un debate se trata de dar la cuestión por zanjada.
Este rechazo categórico es paradójico y, según mi criterio, peligroso. Paradójico porque es contradictorio coincidir en que la Unión Europea tiene una avería y proponer, como única salida a la crisis, las medidas que la han provocado. También es contradictorio afirmar que el empleo y el paro son cosas demasiado serias como para que la Unión se ocupe de ellas y que, por lo tanto, dependen de ese Estado-nacional que el informe Lamers reducía a una forma sin contenido que pertenece al pasado. Por último, es una contradicción que en la Conferencia Intergubernamental no esté incluida la moneda única, la cual determina el resto de las cuestiones europeas, desde la ciudadanía a la ampliación, desde la reabsorción del déficit democrático a la lucha contra el desempleo y contra los déficit públicos. Es paradójico, y también peligroso, porque a partir de ahora ninguno de los socios ganará nada culpando al otro del eventual fracaso de la moneda única. En el estadio en que nos encontramos, el interés, verdadero y bien entendido, de cada uno de nuestros países es favorecer el éxito.
Hay que abandonar, pues, todo dogmatismo. Cada cual debe convencerse! de que la moneda única no puede nacer de malentendidos y de segundas intenciones cruzadas, con una Alemania intentando hacer pagar a Francia sus reticencias ante la reunificación, y una Francia intentando resarcirse de haber financiado dicha reunificación mediante la disminución de la actividad y del empleo.
Hay que rechazar la tentación de jugar a este póker mentiroso, y crear un auténtico debate sobre el futuro de Europa, esforzándonos pacientemente en que la razón crítica triunfe sobre el resurgimiento de las pasiones colectivas.
Tanto. Hoyer como Fabius han expuesto una constatación, un objetivo y un método de acción. Para el primero, se trata sobre todo de mantener el rumbo inicial, sin pestañear. Para el segundo, de emprender nada menos que otra política a nivel europeo. Examinemos, punto por punto, los términos de los dos razonamientos.
La constatación es casi idéntica en los dos. La convergencia económica franco-alemana se ha encaminado hacia la deflación por causa de una recesión inesperada y de la infravaloración de los cambios surgidos de la reunificación alemana: Alemania ha sufrido en 1995 los rigores de la recesión, con un paro por encima del 10% de su población, nivel desconocido desde los años treinta. Francia ha sido dañada incluso- más gravemente. Su crecimiento parece asfixiado desde hace mucho tiempo, a pesar del enorme déficit público, y uno de cada ocho trabajadores está privado de empleo. Los dos países han sido víctimas de la brutal aceleración de la historia. Y la construcción europea ha sido la primera afectada, revelándose tan desarmada frente a la explosión del paro masivo como frente a una vuelta de las tensiones y de la guerra en el continente.
Los objetivos a largo plazo que derivan lógicamente del atolladero actual también son compartidos por ambos. Hay que dar prioridad a la lucha contra el paro -que como ha escrito Hoyer es "el mayor desafío político posible"-; a la democratización de las instituciones que impiden que la ciudadanía europea tenga un peso real, mientras debilitan las ciudadanías nacionales; y, por último, a la puesta en marcha de una diplomacia y de una defensa comunes que permitan a los europeos recuperar el dominio sobre su destino y sobre la seguridad del continente.
Pero las discrepancias se hacen mayores a la hora de abordar los objetivos intermedios que deben garantizar la plena actividad, la democracia y la paz en la Unión: el papel del euro, como instrumento de crecimiento y de afirmación de la soberanía monetaria de Europa frente al dólar, o como simple apéndice de un marco fuerte; la articulación de la Comisión y el Parlamento Europeo con los Consejos de Ministros y los Parlamentos nacionales; el ámbito y las modalidades de intervención de la diplomacia y de las fuerzas europeas.
En ese momento, las propuestas de acción se alejan totalmente. Fabius nos insta a romper con el riesgo deflacionista y a abrir una negociación política con Alemania con el fin de situar de nuevo la moneda única en el buen camino. Hoyer nos anima a una aplicación rigurosa de los criterios de convergencia previstos por Maastricht, seguida de un pacto de estabilidad destinado a hacer del euro una moneda fuerte. ¿Qué pensar de todo esto?
En nombre del principio de responsabilidad con el que Max Weber definía al hombre de Estado, hay que dar la razón a Fabius, cuyas propuestas se refieren a la Europa real, mientras que Hoyer nos habla de una Europa demasiado virtual, a medio camino entre la utopía y la excesiva fidelidad a las orientaciones pasadas. Utópicas son, en efecto, la idea de una pluriciudadanía anclada a la vez en la región, en el Estado y en Europa; o la de una reducción del paro basada en una moneda europea sobrevalorada -a semejanza del marco- respecto al dólar; y un tanto nostálgica la referencia intangible al Tratado de Maastricht, cuyos
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criterios de convergencia no tienen ninguna vocación de inmortalidad. La fecha misma de 1991, recordada por Hoyer, que nos devuelve a los comienzos de un decenio marcado por unas transformaciones imposibles de prever, muestra por sí sola que las cosas no están nunca petrificadas.
Es imposible negar la necesidad de un aggiornamento respecto a la moneda única, que pasa por una aclaración franco-alemana, puesto que esta revisión ya ha comenzado, y, por cierto, por iniciativa de Alemania. Desde la ampliación de los márgenes de maniobra del Sistema Monetario Europeo al 15% hasta el' cambio. de nombre de la moneda única, rebautizada euro en vez de ecu como figuraba con todas sus letras en el texto del Tratado, los cambios realizados están lejos de ser pequeños. Si son todavía confidenciales es porque continúan inscribiéndose en este universo del secreto cuyo resultado es construir una Europa separada de las opiniones públicas y de los pueblos que la integran. Paralélamente, todos coinciden -y Hoyer el primero- en que Maastricht debe completarse, porque el Tratado calla sobre lo esencial: las condiciones concretas de gestión de la moneda única, una vez determinado su principio. Revisar y acabar Maastricht van por lo tanto de la mano. Queda por definir el método.
Una primera solución consiste en negar el problema para transferir a los técnicos de la moneda, en último extremo, la tarea de encontrar una solución. Ése es el curso actual de la conferencia intergubernamental inaugurada en Turín en marzo de 1996, que no interesa a nadie porque en ella no ocurre nada y porque nos olemos que no ocurrirá nada mientras lo esencial, la moneda única, quede fuera de su ámbito.
Es comprensible la voluntad de aplazar' las decisiones y de evitar darles una carga, política demasiado pesada. Sin embargo entraña un grave riesgo en caso de fracaso: que las distintas opiniones europeas se alcen violentamente unas contra otras. Por esta razón Fabius sugiere poner las cartas sobre la mesa, tomar nota de las dificultades presentes e incluirlas en el orden del día de la conferencia intergubernamental. Esta solución no sólo es lógica, ya que la moneda única determina la totalidad de las cuestiones europeas, sino que es la única que respeta los procedimientos democráticos y la confianza mutua que otorga la experiencia irremplazable. adquirida tras medio siglo de reconciliación franco-alemana.
Sí, es hora de volver a la realidad y de incluir en el orden del día de la próxima cumbre de Dublín la interpretación flexible de los criterios dé convergencia; la integración del crecimiento y de la lucha contra el paro entre los objetivos que deberá perseguir el futuro Banco Central Europeo; y la articulación de la moneda única con las divisas de los Estados de la Unión que no pertenezcan al núcleo duro inicial.
Sí, es hora de prever la participación de los pueblos y de sus representantes a la hora de sancionar las reformas acordadas, a imagen de las garantías democráticas exigidas por el Tribunal de Karlsruhe para enmarcar el paso a la moneda única. Por todo esto Fabius tiene razón. El único reproche que se le puede hacer es haberse equivocado dunte tanto tiempo y tener razón tan tarde.
Pero, en definitiva, sólo cuenta el significado político de su llamamiento. Entre Francia y Alemania tiene lugar una auténtica carrera de lentitud para adaptar la Unión al nuevo orden europeo. Por el momento, los pueblos seguirán siendo los árbitros de esta ambigua competición mientras resistan la tentación de invadir brutalmente el terreno. Escriba lo que escriba Hoyer, hay una necesidad urgente de un debate redentor. En Francia, sólo un hombre, Jacques Chirac, dispone de la autoridad, de la legitimidad y del tiempo indispensables para conseguir que ese debate tenga lugar y para evitar que las cosas se vuelvan confusas, una confusión que sería perjudicial para Francia, para Alemania y para toda Europa.
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