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Entre patios

Es innegable que los patios vecinales, de haber nacido con el don de la palabra, estarían en condiciones. de relatar la historia del mundo. Ello se debe a que nos vigilan de cerca, repetidamente y con una falta de pasión rayana en la indolencia. Son discretos, nos tienen calados y saben que todos los humanos, pese a nuestro interés por disimularlo, somos la misma cosa. En razón a su emplazamiento, los patios absorben pormenores que en otras circunstancias jamás saldrían a la luz. Nada tan íntimo, por ejemplo, como levantarnos a media noche, bostezar sin miramientos en el pasillo y abrir la nevera rascándonos el cuero cabelludo con expresión panoli. Nada tan propio y auténtico; y sin embargo, nunca actuaríamos así de sospechar que un extraño nos observa.Al igual que la Divinidad, los patios ocupan el tiempo y el espacio, si bien de un modo más próximo, más recatado, más familiar, sin aspiraciones universales que pudieran velar su función. Suelen estar situados en la médula de los edificios, y es precisamente este detalle lo que les otorga un extraordinario valor estratégico. Los hay de todo tipo; algunos, maravillosos: tranquilos, acogedores, medievales, con tinajas, con pájaros, con macetas, dignos por sí mismos de templar las fatigas del día. Otros, por el contrario, se dirían mezquinos, sucios y pasto de la escombrera, capaces de sobrecoger un espíritu sin defensas, cuando no de inducirle al suicidio.

Pero al margen de su aspecto, ningún patio es responsable de lo que bulle a su alrededor. Están puestos allí a base de cemento y ladrillos, al azar, y su misión consiste en acceder a los secretos de quienes se asientan en su territorio; un dudoso privilegio que de vez en cuando, imagino, también a ellos ha de causarles una depresión de dinosaurio.

(Dichas apreciaciones, no obstante, únicamente pueden ser atrapadas desde la lejanía, evocando el. pasado, pero nunca en manejos con el presente, ya que la verdad absoluta sólo accede a mostrarse a través de los recuerdos. Una teoría, me consta, que poca gente comparte conmigo, lo que me lleva a sospechar que es cierta).

Al respecto, y por mencionar un caso que me interesa, hace ya varios años que personalmente carezco de patio; y me duele esta ausencia. El último era alto y muy estrecho,. poquita cosa, aunque recio y cabal como los paralelepípedos del Tetris. Yo vivía en el ático, pero siempre tuve la impresión de que los muros de aquel patio subían, subían y subían hasta confundirse con el cielo.

A menudo, de madrugada, movido por el insomnio, abría la ventana de la cocina, me apoyaba en el alféizar, encendía un cigarrillo (tome nota la Casa Blanca) y permanecía allí un rato aspirando humo y silencio en proporción equilibrada. El humo era cierto, pero el silencio no tanto, ya que pasados unos minutos aquella quietud se desperezaba y poco a poco consentía en revelarme sus escondrijos: eran murmullos, roces de amor, reyertas gatunas en el tejado, respiraciones, frases de cama a cama, toses, carraspeos y otros sonidos más prosaicos.

Madrid es un gigante, de acuerdo, pero también duerme; y era en esos momentos, a su vera, cuando. más me gustaba la ciudad. Por otra parte, a eso de las cuatro de la madrugada, el llanto de un bebé irrumpía invariablemente en el patio y me hacía sonreír: procedía de una joven vecina que reclamaba a todo pulmón su rancho. Sin cuartel, en tono decidido, poco dispuesta al diálogo. -

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Su madre se levantaba entonces de la cama, susurraba algo en voz baja y luego transcurrían cuatro o cinco minutos sin incidentes una tregua, tal vez, entre, madre e hija durante los cuales podía oírse el gozne de un armario, un golpe de cuchara o el agitar de un biberón. Y de vez en cuando, un nombre: Carolina, palabra que aquella madre pronunciaba con inaudita suavidad.

Luego llegaba el alba, apagaba mi última colilla, vaciaba el cenicero y antes de cerrar la ventana aguzaba los sentidos: todo iba bien. El mundo despertaba y Carolina volvía, a dormir. Desorden del bueno.

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