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Democracia y cesarismo

Si hay algún rasgo que permite distinguir, incluso estéticamente, a las autocrácias de las de mocracias, tal rasgo lo constituye la forma en la que los líderes políticos acceden al poder y ejercen el mismo. Los diversos criterios (derecho divino, carisma, tradición o, simplemente, la fuerza bruta) en los que se basa el sistema de acceso al poder en las autocracias en ningún caso tienen un carácter racional. En las democracias, sin embargo, el poder se sustenta en un sistema de normas raciona les previamente estatuidas por el conjunto de los ciudadanos, y que, por tanto, legitima la actuación de los gobernantes en tanto su poder sea ejercido de acuerdo con tales normas. Lo mismo ocurre con el ejercicio del poder. Mientras que en las autocracias los líderes ejercen su actividad sin ningún tipo de control o límite formal, los gobernantes democráticos se ven formalmente condicionados por una serie de controles y límites exhaustivos, además de sometidos a una crítica constante de su actuación pública. El establecimiento de un sistema de normas racionales regulador del acceso y ejercicio del poder ha supuesto, sin lugar a dudas, uno de lo logros más importantes de la democracia. En el Estado de derecho, el sometimiento de todos al imperio de la ley ha permitido despersonalizar el ejercicio del poder político. Tal despersonalización resulta positiva no sólo desde una perspectiva dogmático-prescriptiva, sino incluso desde el punto de vista práctico del funcionamiento real de las democracias. Dejando al margen los aspectos ético-formales, es evidente que la estructuración de un poder despersonalizado ofrece enormes ventajas para el funcionamiento efectivo de los sistemas democráticos. Así se evita que el ejercicio del poder dependa de la buena voluntad, la capacidad o el capricho, en su caso, de los gobernantes de turno. Los posibles efectos negativos de un vacío de poder provocado por la muerte o incapacidad del líder quedan neutralizados o disminuidos gracias a la puesta en marcha de los mecanismos sustitutorios previamente establecidos. En definitiva, la despersonalización actúa en favor de la estabilidad y, sobre todo, de la limpieza y transparencia del sistema político. Decía antes que la forma de ejercer el poder distingue, incluso estéticamente, a las autocracias de las democracias. Basta con observar lo que está ocurriendo estos mismos días en autocracias como China o el Vaticano, o en semidemocracias como Rusia. Un hecho tan natural como la enfermedad del correspondiente líder se convierte en un auténtico problema de Estado, provocando así situaciones de secretismo, falseamiento de la realidad o incluso vacío de poder e inestabilidad política. La despersonalización del poder no permite, o al menos no debería permitir, situaciones similares en los sistemas democráticos. Sin embargo, desgraciadamente, cada vez son más frecuentes los casos en los que las democracias están asumiendo con naturalidad la estética, cuando no la ética, de los sistemas autocráticos. Valga como muestra el lamentable episodio, todavía reciente, de la ocultación de la enfermedad de François Mitterrand. El caso Mitterrand no es, en contra de lo que pudiera pensarse, una excepción. Si ya resulta preocupante de por sí que en una democracia tan consolidada como la francesa se pudiera dar semejante situación, el grado de cesarismo que, desde hace varios años, viene manifestándose en el conjunto de los sistemas democráticos debería ponernos los pelos de punta. Por ello, resulta preciso advertir sobre la extrema gravedad de este fenómeno. Frente a aquellos que pudieran tacharme de alarmista quisiera recordar que el triunfo de las dictaduras no -tiene por qué manifestarse necesariamente en forma de gol pes de Estado, tomas brutales del poder o pronunciamientos militares. La estética del fascismo de entreguerras se halla pasada de moda. Se equivocan de lleno quienes creen que el triunfo del autoritarismo implican necesariamente liquidar la estructura formal de los sistemas democráticos. Hay otras formas, mucho más sutiles, de acabar con la democracia, y una de ellas consiste en vaciarla de contenido, manteniendo al mismo tiempo su estructura formal. La vuelta al cesarismo constituye una de las formas a través de las cuales se expresa este avance del autoritarismo. De forma imperceptible, y mediante una evolución lenta e inconsciente, los sistemas democráticos van vaciándose de contenido hasta derivar en la entrega voluntaria de un pueblo libre a un líder autocrático. Una vez anulados, o al menos atrofiados, los mecanismos reguladores de la división y el control mutuo entre los poderes, termina por extenderse la idea de que sólo el genio del dirigente es capaz de mantener una cierta unidad. La resolución de los problemas políticos acaba así dependiendo de una creencia ciega en los poderes sobrehumanos del gobernante. A más de un lector puede sonarle a ciencia-ficción todo cuanto vengo expresando aquí. Sin embargo, basta con lanzar una mirada a la práctica política de nuestro país para cerciorarnos del intenso grado de cesarismo al que ha llegado, desgraciadamente, nuestra vida política. Pocas veces se habrá producido en la historia de las democracias modernas un proceso de personalización, incluso, me atrevería a afirmar, de sacralización, tan intenso como el otorgado a la figura de Felipe González en el seno de su partido. A lo largo de los 13 años de la era socialista, toda la actividad política del PSOE y, por extensión, del país ha girado en tomo a su persona. En un increíble camino de ida y retorno hemos pasado, en el brevísimo plazo de 13 años, de un sistema formal y constitucionalmente despersonalizado, a una práctica política plenamente cesarista. Lo que ha actuado como motor de la vida política en estos años no han sido las ideologías, los programas o incluso las sensibilidades políticas, sino los juegos de poder trenzados por las diversas camarillas en torno al líder, a la percepción o interpretación última de su pensamiento, incluso a su propio estado de ánimo del momento. Resulta impresionante el grado de atrofia política al que han llegado los dirigentes y militantes del PSOE y, en parecida medida, los dirigentes y militantes de los demás partidos. Es inconcebible que miles y miles de personas a las que se les supone un nivel de cultura política superior a la media de los ciudadanos corrientes hayan podido girar, y lo sigan haciendo todavía, en torno no ya a sus ideas, sino a la persona del líder. ¿Cómo es posible llegar a ese grado de degradación política, a esa democracia de eunucos en el seno. de un partido político, hasta el punto de no atreverse a expresar sus propias opiniones por temor a molestar al líder? La falta de carisma personal, de Aznar, de una parte, y el delicado encaje de bolillos en el que se asienta el nuevo Gobierno parecían anunciar la vuelta a la despersonalización del poder y la restauración de un nuevo equilibrio de poderes. Desgraciadamente, no parece que van por ahí las cosas. Debe ser tal la fuerza del fenómeno cesarista que incluso parece capaz de convertir en caudillo a quien, como Aznar, constituye la antítesis perfecta del líder carismático. Y es que no hay que olvidar que el auge de los cesarismos no depende tanto de la fuerza carismática del líder, sino de la degradación de los mecanismos reguladores del sistema democrático. Entre ellos destaca, especialmente, aunque no exclusivamente, la autorreducción de los ciudadanos, y particularmente de los militantes de los partidos, a la categoría de eunucos o libertos. La última prueba de ello la tenemos en Aleix Vidal-Quadras, quien, a pesar de mantener con valentía su derecho a ser coherente con su propio pensamiento, se ha manifestado siempre dispuesto en última instancia a aceptar, sin rechistar, la decisión del líder.

Gurutz Jauregui es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco.

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