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El debate científico en España

El 2 de agosto de 1996, un grupo de prestigiosos científicos firmó el Manifiesto de El Escorial, resultado de los debates mantenidos durante el mes de julio en uno de los cursos de Verano que la Universidad Complutense de Madrid celebra en San Lorenzo de El Escorial. El Manifiesto pretende sacudir a la opinión pública y a sus gobernantes para desencadenar un cambio en la conciencia científica de la sociedad, propone una progresión conjunta de las dos culturasla científica y la humanista- y, entre otras cosas, declara que la ciencia debe ser considerada una cuestión de Estado.

Manifiesta asimismo que es preciso abrir un debate nacional, plantea la necesidad de una mayor fluidez de comunicación entre las empresas y los centros públicos de investigación y universidades, y acaba destacando que es necesario potenciar el apoyo público a la ciencia básica. Para esto último presenta una serie de medidas, entre las que se cuentan: mantenimiento del papel del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), potenciación de centros de excelencia, mantenimiento del nivel de calidad, incremento de las relaciones CSIC-universidades, incorporación de científicos formados en el extranjero y prevención de la endogamia en1a selección académica (EL PAÍS, 7 de agosto).

El 8 de agosto, y a raíz del Manifiesto, este periódico nos posibilitó desayunar con un editorial dedicado a la ciencia, hecho destacable en relación a la ínfima presencia que la política científica ha tenido en los últimos años en las columnas reservadas a la opinión editorial. En este caso el editorial incide en la identificación, como problema conocido, del alejamiento entre la investigación científica y la producción económica. Asimismo apunta que en la situación presupuestaria que nos espera se va a necesitar mayor inversión privada, que, recuerda, está nueve puntos por debajo de la media europea, y apela al establecimiento de nuevas fórmulas que incentiven tal participación. El editorial concluye, con gran acierto a mi parecer, que en este reto España se juega buena parte de su futuro.

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Sería difícil no estar de acuerdo con las conclusiones del Manifiesto, que son básicas y que se han debatido recientemente hasta más allá de lo que parece razonable y eficiente. Sin embargo, la importancia real del Manifiesto está, sin duda, en el impacto que pueda tener en el colectivo científico y en la ciudadanía, frente a la poca capacidad de movilización de documentos emitidos por otros foros, entre los que incluyo la OCDE, la Comisión de la Unión Europea y la propia Administración española.

Cuando uno lee un documento en el que se proponen .acciones o ideas con las que está de acuerdo, y que además parecen incontestables, se pregunta por qué esa idea no se ha desarrollado o tal acción no ha sido llevada a cabo. Ahí es donde el Manifiesto, en mi opinión, no alcanza a ser meridiano en su texto, si bien es preciso admitir que, como cualquier documento consensuado, aparece filtrado por una moderación innecesaria. Digo esto porque tengo la impresión de que el documento, incluso acertando, destila una, posición estática y desligada de la auténtica realidad social y política que vivimos en España y Europa.

En realidad, y ciñéndonos al núcleo de la cuestión, el auténtico problema actual de la ciencia y la tecnología en España radica en la patológica deficiencia de inversión por parte del sector privado; por otro lado, la multidisciplinariedad, tan utilizada. en el circuito científico, ha alcanzado sin duda a la política, de forma que hoy es impensable establecer una política científica y tecnológica que no interactúe con la política económica, industrial, fiscal, de empleo, educativa, social y cultural, por citar solamente las más próximas.

Respecto a la deficiente inversión en I + D, e innovación en general del sector privado denunciada en el Manifiesto, creo firmemente que, la solución está en la adopción de medidas que vertebren la base científico-tecnológica y el entorno productivo: concesión de mayor flexibilidad de gestión de la I + D en los centros públicos (su rigidez impide o dificulta a menudo colaboracione con el sector privado), mayor esfuerzo en proyectos comunes entre el sector público y el privado, y fortalecimiento de los puntos de articulación entre los dos sectores como, por ejemplo, los centros tecnológicos. Estas y otras medidas fueron señaladas como necesarias en la profunda discusión previa a la elaboración del III Plan Nacional de I + D que se aprobó en 1995 y que el Gobierno actual parece haber asumido.

En las páginas de este mismo periódico, hace tan sólo cinco meses, me expresaba en forma parecida, al hilo de una posible modificación de la Ley de la Ciencia que permitiera dar naturaleza de ley a medidas como, las citadas más arriba, ampliamente consensuadas entre los analistas de nuestra política científica y tecnológica.

El reequilibrio de la inversión de los sectores público y privado debería conseguirse a partir de un mayor crecimiento del último, y en ningún caso adelgazando el primero, ya que disminuir la inversión pública en un sistema todavía endeble puede resultar catastrófico. Expertos en política científica y tecnológica sostienen que las medidas de los Gobiernos deben promocionar aquellas actividades que el mercado no emprende de forma espontánea; lamentablemente, el actual Gobierno no parece muy proclive a escuchar otra voz que no sea la del, mercado.

Para que la inversión en el sector privado crezca deben establecerse ciertos estímulos. No voy a entrar en la debatida cuestión de subvenciones versus tratamiento fiscal, puesto que este asunto ha sido analizado en profundidad por la OCDE señalando ventajas y desventajas de ambas medidas. En cualquier caso, dada la tendencia actual en política fiscal que, sin sorpresa, ha adoptado el nuevo Gobierno, no parece que la Hacienda pública fuera a desangrarse peligrosamente si se añadiera un regalo fiscal al sector privado que estuviera dispuesto a invertir en I + D. Es obvio que esta dádiva nos favorecería a todos más que otras medidas adoptadas recientemente y que sólo favorecen a algunos.

En la misma línea, la contratación de personal investigador debería ligarse a las políticas de empleo, incentivando su contratación, de modo que nuestros científicos no tuvieran que esperar a tener 45 años para acceder con más facilidad al mercado de trabajo.

Sorprende que el Manifiesto no lo haya firmado ningún notable representante del sector privado, aunque ignoro si ello es debido a un carácter excesivamente académico del grupo de El Escorial o si es una manifestación más. de nuestro problema. También sorprende que el entorno financiero sea tan timorato cuando se trata de arriesgar en temas de innovación, problema igualmente debatido y diagnosticado. Faltan iniciativas que proporcionen capital riesgo y capital semilla para actividades innovadoras. Es fácilmente comprensible que el sector financiero esté pendiente de operaciones que le puedan reportar notables beneficios a corto plazo, como es el tema de las pensiones, donde, sin lugar a dudas, hay negocio seguro. Las acciones de capital riesgo y capital semilla pueden contribuir a mejorar nuestro sistema científico-tecnológico, pero ¿podemos exigirlo?

La ciencia y la tecnología serán protagonistas de la sociedad del conocimiento, de la sociedad del siglo XXI. La convergencia con Europa no pasa sólo por los conocidos parámetros macroeconómicos de déficit, inflación y deuda, sino también por seguir acercándonos a la inversión media europea en I+D, que, además, redundará en competitividad, crecimiento económico y generación de empleo neto. Incitar al debate de estos temas, tal como hace el Manifiesto, no sólo me parece legítimo, sino necesario.

Es difícil saber cuándo una cuestión merece el apelativo "de Estado", tal como reclama- para la ciencia el Manifiesto. Si el criterio descansa en el hecho de un mayor beneficio para toda la ciudadanía, me sucede lo mismo que con el espíritu del Manifiesto: estoy de acuerdo

Enric Banda Tarradellas es profesor de Investigación del CSIC y ex secretario de Estado de Universidades e Investigación.

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