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VUELTA 96

El navarro y los suyos, el Carro de la Alegría

El entrenamiento del Banesto se convirtió en un festejo ambulante

Carlos Arribas

"¿Qué, para Induráin no hay tigretón?". El empleado de Bimbo, una caja vacía en la mano, se vuelve, rodeado de corredores del Banesto dándole a los pastelillos, y responde: "No, Induráin no ha querido". Era la una de la tarde. en la entrada del pueblo madrileño de Navas del Rey. Los corredores del Banesto se habían parado al cuarto de hora de comenzar su entrenamiento del día de descanso. Los coches, al verlos, se paran también a su alrededor y empiezan a bajar curiosos cazaautógrafos. "Miguel", le dice uno especialmente pesado. "Miguel", repite, "no quiero ser un pesado, pero entiéndelo, es una vez en la vida la oportunidad de estar a tu lado, tienes que firmarme un autógrafo". Mientras se lo firma, Ramontxu Arrieta divisa una furgoneta de reparto de Bimbo. "Eh, trae unos pastelillos para acá", le grita al remolón conductor. La petición se hace coro y el empleado termina bajando con una caja surtida: tigretones, tronkitos...El primer avituallamiento del grupo de nueve ciclistas, la víspera de la decisiva contrarreloj, ya anunció que aquello iba a ser un festejo. El gasolinero de al lado les ofrecía gasolina para las bicis, el del Canal Isabel II, que también se había parado, agua a chorro, y el empleado de Telefónica, lo que quisieran. Siempre a cambio de un autógrafo. Sin embargo, el buen humor del grupo se había disparado ya bastante antes y no alcanzaría su punto límite hasta un par de horas después. Fue como el antiguo Carro de la Alegría, pero ahora en bicicleta y con Induráin al frente. Una caravana de coches detrás, los conductores felices a pesar de tener que ir a 40.

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La gran prueba de Induráin

En el AVE que les llevó de Córdoba a Madrid -Induráin había recibido una medalla de la alcaldía de Córdoba-, todos los ciclistas se lo pasaron pipa, a pesar del madrugón, viendo Babe, el cerdito valiente. "Queríamos que el viaje no hubiera terminado tan pronto", decía Casero, temiendo el entrenamiento: unos 85 kilómetros incluyendo el duro trazado de la contrarreloj.A mitad del recorrido de la crono está El Barraco. Las fiestas del Cristo deberían haber terminado el domingo, pero las han alargado hasta hoy por el paso de la Vuelta. Allí, en la carretera, tienen un bar -El Pescador- los padres de José María Jiménez, el ciclista del Banesto. Mientras en el interior, Eusebio Unzue y un par de auxiliares -se han adelantado a los ciclistas en el autobús- se pegan un festín a base de espárragos dos salsas, chorizo casero, queso y lomo de olla regado con tinto de las viñas del propio Jiménez, en la puerta, las peñas del pueblo han montado su festival. Por la carretera pasa una verdadera Vuelta. Todos los equipos han elegido la ruta para entrenarse, y una charanguita -dulzaina, tambor y tamboril- rompe a tocar cada vez que pasa un grupo. Los que le están dando a la Mahou dentro del bar salen a la puerta cada vez que se incrementa el jolgorio. Todos, nerviosos, esperan la llegada del Banesto, que se hace esperar. Temen que pase de largo, pero no. Segundo avituallamiento.

Llegados a la puerta, los nueve ciclistas ompañero -Jiménez el primero, llevando de la mano a Induráin- se bajan de la bicicleta y se meten, seguidos de medio pueblo y la inevitable charanguita en el pequeño local. Amontonan las bicicletas a un lado y no se cortan, más bien disfrutan como enanos, cuando los padres de Jiménez les obligan a meterse detrás de la barra. Fotos y agobio, pero no pasa nada, de eso se trataba. La Vuelta de Induráin ya ha encontrado su verdadera realidad. Pase lo que pase, es la Vuelta de la alegría. Y hoy continuará, aunque más en serio.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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