Ópera de amor y muerte

Hemos visto un gran espectáculo. El genio de Távora en todo su esplendor, su deslumbrante concepción de la puesta en escena, esa especial sensibilidad para la distribución de los volúmenes y, sobre todo, un sentido casi compulsivo de la expresión teatral.Sorprende que Távora no se dejara prender antes en el flechazo de esta Carmen que pareciera a él predestinada. Es un personaje que le viene a la medida, y en torno a él Távora no ha hecho más que montar su personal mundo expresivo, tan brillante, tan desmesurado incluso, pero tan coherente con sus propias inquietudes creativas.

Es la Carmen de Távora, absolutamente. Con su brillantez, con esos sonidos exasperados de cornetas y tambores, con el cante y el baile recorriendo de arriba abajo una trama de amor, de sangre y de muerte que ningún otro lenguaje podría transmitir con ese acento de fatalismo y desesperación.

La Carmen de Távora es hermosa hasta en sus excesos, que los tiene porque de lo contrario no sería Távora: fundamentalmente toda la secuencia de Riego llega a pesar, por reiterativa, larga y no bien resuelta.

Pero todo lo demás es una belleza, con el espléndido baile de Amaya y Mistela, el cante de Ana Peña, Patro Soto, Mercedes Hidalgo y Nuria de Rocío -¡qué grandes cantaoras, las cuatro, casi siempre a palo seco, poniendo el alma y el corazón en las bocas, vaciándose en cada queja!-, las guitarras flamencas y ese caballo blanco con el que la Amaya baila una, secuencia inolvidable. Cómo no, enseñoreándolo todo, los sones de cornetas y tambores que nos emocionan y estremecen.