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Secreto ¿de que clase de Estado?

No sé si habrá algo tan sugerente del. verdadero talante del Estado en tanto que sujeto de poder como ese elocuente modo de manifestarse que es el uso del secreto. Esto porque el secreto de Estado muestra no menos de lo, que oculta, pues aunque produce vacío de comunicación sobre lo que constituye su objeto inmediato, es a la vez discurso, lenguaje en acto. En realidad, lo que se presenta prima facie como una forma de silencio es todo un ejercicio de, expresividad. Cierto que el recurso al secreto tiene el efecto de codificar determinados mensajes, de proyectar opacidad sobre algunas zonas del actuar estatal; pero, a estas alturas de la historia, tal modo de proceder es en sí mismo un signo fácilmente descodificable mediante su traducción a lo que se sabe positivamente que el secreto ha significado y significa en la experiencia política. Puede decirse que ahora sólo cabe, esconder la anécdota, ya que se ha hecho una claridad cegadora sobre lo que es y hace posible esa terrible categoría. En este punto, el secreto de Estado ha acabado por parecerse al de Polinchinela.Como se sabe, la utilización del secreto fue uno de los rasgos constitutivos del poder predemocrático y lo es del no democrático en general. Por eso el extenuante esfuerzo histórico por la democratización de la práctica estatal ha sido en gran medida una lucha por hacer transparentes, cognoscibles, predecibles, los actos del poder en todas sus proyecciones.

. De este modo, si la democratización de poder pasa por la progresiva. mayor perceptibilidad social de la verdadera realidad de sus actos, la persistencia del secreto de Estado equivale a un déficit de democracia, a la existencia en este último de enclaves de actuación no democráticos. Y, consecuentemente, el abuso (si es que hay algún uso que en rigor no lo sea) y la ampliación del radio de acción de aquél implican siempre un retroceso en el proceso democratizador, que es en lo que consiste lo que desígnamos como democracia, cuando ésta se toma realmente en serio.

Así las cosas, si como ahora sucede entre nosotros, la apelación al secreto es una coartada para impedir el normal desarrollo de actuaciones judiciales debidas por razón de legalidad (legalidad que es Constitución más ley), el viejo instrumento pre y antidemocrático luce con la mayor autenticidad, alcanza el máximo de coherencia en una perversa lógica y, en especial, llega a la apoteosis de su función de signo, de su capacidad expresiva. En efecto, el mismo secreto que habría hecho posible la criminalidad del poder mediante la creación de una amplia zona franca de derecho, en un segundo momento, cerrará el círculo -vicioso donde los haya- obstaculizando seriamente la intervención institucional dirigida al restablecimiento de la legalidad, que experimentará así una doble frustración en su función moduladora del ejercicio del poder.

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El poder que confiere el secreto de Estado es poder absoluto, poder extrajurídico, poder en hobbesiano "estado de naturaleza" y, por ello, en cierto modo salvaje, por más que su ejercicio corra a cargo de sujetos que a través de una cadena de delegaciones hubieran recibido su encargo de otros que contaron con la confianza de un electorado manifestada en las urnas. Es más, de hecho, la forma usual de operar en secreto y no se diga ya si al margen y/o contra la legalidad, es un modus operandi que retroactúa negativamente sobre la propia legitimidad política democrática de quien, haciéndolo posible, degrada la calidad de las prácticas que propicia al nivel de las propias del Estado predemocrático. No cabe duda: tal drástica ruptura con la pretensión de racionalidad, procedimental y de principios, que la democracia política implica, quiebra el sentido profundo de su criterio de legitimación.

Desde la perspectiva del Estado constitucional de derecho, un tipo de actuaciones que ya incluso formalmente priva a este último de su función esencial, que es racionalizar, controlar el ejercicio del poder, no puede producirse sin costes altísimos. Y es que en esta materia hablar de control es jugar con una metáfora que, por gastada, ha dejado de serlo. En efecto, se prescinde del control parlamentario ordinario. Y no sólo esto:como ha expresado hace apenas unos días un diputado, cuando excepcionalmente se escenifica el único actuable en ese ámbito, la cosa no pasa de ser un ejercicio de prestidigitación a cargo del controlado y una suerte de trágala para sus desarmados supuestos controladores.

De lo que ocurre con el ocasional control judicial nada es más elocuente que lo que ahora está sucediendo. Primero fue el recurso a una jurisdicción en buena medida de corte comisarial para eludir a la jurisdicción ordinaria. Ahora se torea al juez. Que, por cierto, no trabaja su "jardín", sino un territorio constitucionalmente bien acotado, amparado con una reserva de jurisdicción, y, sin embargo, invadido sin el menor argumento de alguna consistencia constitucional. No es, pues, raro que mientras él fundamenta sus decisiones, quienes se le oponen no puedan hacerlo y que, como en su día el Tribunal de Conflictos, ahora el Ejecutivo renuncie al mínimo intento de ponderación de los auténticos intereses en conflicto. Compárese si no la calidad de los bienes jurídicos cuya delictiva destrucción está acreditada y la claridad de las normas que motivan la intervención del Estado-juez, con la ritual, imprecisa y vacía invocación de una sospechosa seguridad que nadie ha demostrado sea la del Estado, y mucho menos la del Estado de derecho tal y como aparece diseñado en la Constitución vigente.

Y, continuando con la cuestión del control, ¿qué decir del ejercitable por el Ejecutivo como tal? Aquí tampoco cabe llamarse a engaño: éste puede saber dónde empieza lo que califica como secreto, pero nunca hasta dónde cabe llegar jugando con él, y menos dónde terminará todo lo que resulta posible a su amparo. Y no sólo por las dificultades confesadas por algún experimentado operador del área para distinguir o moverse, en ese ámbito, entre el borde interno y el externo de la legalidad, sino porque en la pendiente del secreto de Estado la capacidad real de fiscalizar la cadena de actuaciones se debilita progresivamente hasta desaparecer enseguida.

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De todo esto contamos con una experiencia de lujo. Tanta y tan aplastante, que justificar de manera democráticamente convincente leyes del tenor de la que se prepara es -como bien se ve- una tarea imposible. Podrán llenarse los oídos del ciudadano de llamadas a la complicidad y al pragmatismo, podrá evocarse la necesidad de confluir también en esto como otros Estados de nuestro entorno, podrá demonizarse a quien se oponga. Pero lo cierto es que ahora existen datos incontestables de lo que realmente significa el tratamiento usual del secreto de Estado, incluso en democracia, que tienen un valor argumental harto difícil de desmontar.

Cabrá aceptar con prudencia la necesidad de que ciertos -pocos- actos de agentes del Ejecutivo queden al margen de las habituales exigencias de publicidad. Pero, por principio, y más con todo lo que se sabe, resulta inevitable concluir con Javier de Lucas que el espacio abierto al secreto, en marcos constitucionales como el español, no puede ser más que muy reducido, re glado ' y efectivamente permeable a la exigencia de responsabilidades, políticas y, desde luego, penales cuando procedan. Es decir, justo lo contrario de lo pretendido. -En todo caso, quienes se afanan en hacer imposible aquí y ahora un correcto ejercicio de la jurisdicción y en procurar que en el futuro ni ésta ni ninguna instancia de control desde el derecho tengan nada que hacer en el asunto, no deberían olvidar la aludida dimensión expresiva de su manera de proceder, que, insisto, de tanto como dice -en el caso de la actual mayoría, además, en obsceno contraste con lo que acababa de decir- puede estar próxima al exhibicionismo.

Por cierto, no es lo menos curioso que, en este caso y previendo lo que podrá hacerse al amparo del modelo de secreto que se proyecta, trate de eludirse hasta el mismísimo juicio de la historia. Porque al ritmo con que hoy ésta se desarrolla, la imposición de límites temporales para la desclasificación tan dilatados como los que se anuncian, lleva consigo el riesgo. de desplazar la investigación de algunos temas al ámbito disciplinario de quienes se ocupan de la prehistoria.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado

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