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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Mi casa es mi castillo

LA FELIZ idea de la Unión Europea de uniformizar los carnés de conducir en los Estados miembros y que puede ser operativa a partir de 1997 ha dado lugar a una de las polémicas más aparentemente bizantinas, pero a la vez enormemente significativa, para entender lo que le pasa al Reino Unido con su espasmódica y abrupta pertenencia a Europa, y un poco, también, lo que le pasa, simplemente, a la gran nación británica. Londres podía haber hecho caso omiso de la reglamentación comunitaria, pero su nervioso ministro del Interior, Michael Howard, reconociendo, sin duda, que puede ser útil un papel de esas características para circular por el continente, no ha querido perderse la oportunidad de armar un lío fenomenal, dictando una de las más peculiares normativas que los siglos han visto.Al ciudadano que, conforme a una tradición ufanamente individualista, libertaria, es decir, recelosa del Estado, no se le ha impuesto nunca tarjeta de identidad como la que tenemos los estatalistas del resto de Europa, se le ofrece ahora una triple opción identificatoria, más una cuarta para el revoltoso Ulster. Estas opciones son: a) un carné de conducir que luzca la bandera estrellada de la UE y la Union Jack o enseña británica; b) un carné de identidad , siempre voluntario, con la bandera de la UE y el escudo de la Corona, con su león y todo; y, c) una combinación de los dos carnés, de conducir e identidad, más UE, Union Jack y Corona real. La cuarta es el carné de conducir tal como existe para Irlanda del Norte, con la novedad de una foto personal, pero ninguno de los signos anteriores. Con esta identificación a la carta se trata de satisfacer a todos y no ofender a nadie, excepto, quizá, al sentido común. Para los euroescépticos, la bandera surtida de estrellas llevará como antídotos la enseña nacional y el emblema monárquico, al tiempo que los que amen a Europa más de lo normal pueden prescindir de la Union Jack y quedar se sólo con el león-fetiche. Finalmente, los ciudadanos de Irlanda del Norte no llevarán- iconografía para no molestar a los republicanos irlandeses, que no quieren saber nada de estrellas, felinos o divisas. Si los británicos aceptan la fórmula combinada, tendrán que cargar con la acumulación de símbolos a favor y en contra, como el acónito que nos libra del hombre lobo o la ristra de ajos con que conjurar al vampiro de la burocracia europea, pero, unos con otros, es de esperar que acaben autocancelándose y aquí, según Howard, no habrá pasado nada.

Es tan delicado el momento político británico, con unas elecciones que no pueden hacerse esperar dada la debilidad en los Comunes del conservador John Major y la necesidad tory de no perder ni un solo voto de su numerosa grey de euroaborrecedores, que una inocente y oportuna iniciativa de la Unión Europea como ésta se tiene que convertir en una especie de acróstico de sentimientos nacionalistas. El Reino Unido se ha vanagloriado siempre justamente de sus Hobbes, Locke, Mill y de lo que McPherson llamaba el individualismo posesivo, que en la práctica no es sino una idea profundamente conservadora de la gobernación: la de que el Estado, como los niños pequeños, puede ser visto pero no oído. Y ahora, esa, imagen del coco infantil está representada con todos los honores para los británicos que creen, contra toda experiencia, que puede haber salud fuera de la UE, por un imaginario Leviatán europeo, lleno de oficinistas, cuya sola ambición en la vida es frustrar los designios y la soberanía de Westminster.

Por eso, hay más que bizantinismo en esta moderna querella de las investiduras británicas. "Mi casa es mi castillo", gustan, quizá todavía, de decir los ciudadanos de las islas. El problema es que hay quien prefiere que el castillo sea toda Europa.

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