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Literatura masculina

Tantas veces me han preguntado, de una y mil maneras, si yo creía en la existencia de la literatura femenina, que, llevada ya por un inequívoco sentimiento de venganza, de claro revanchismo, les invito a mis colegas masculinos a que traten de contestar a otra pregunta: ¿no creen ellos, con el corazón en la mano, en la correspondiente existencia de la literatura masculina? En todo caso, ¿por qué razón se nos lanza con tanta insistencia esta insidiosa pregunta a las mujeres que escribimos, mientras que a los hombres se les deja maravillosamente en paz? Si bien se mira, esto es intolerable.Cuando al protagonista de Retrato del artista adolescente, Stephen Dedalus, le señalan, para que se comprometa con ellos, los conflictos del mundo exterior, él afirma: "Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Esas son las redes de las que yo he de procurar escaparme". Pero el mundo está lleno de redes y no podemos escapar a ellas y, al parecer, la malla tejida alrededor de las mujeres es más densa que ninguna, puesto que tanto se hace referencia a ella. ¿Es más densa o nos la quieren hacer más densa, cada vez más densa, con tanta insistencia y tanta machaconería? A este paso, no se tratará de una red, sino de un verdadero muro.

Y, sin embargo, nadie a quien de verdad le importen estas cuestiones podría negar que el arte está por encima de todas las circunstancias, por encima de lo accidental, que es por completo otra cosa, aunque sale, naturalmente, de ellas, pero nunca de manera lineal ni predeterminada. Hacer una clasificación o calificación del arte en función de esas circunstancias es simplemente un error, pero un error garrafal, de los que hacen época, porque esas circunstancias y criterios no tienen nada que ver con lo que es esencial en el arte, esa extraña cualidad que convierte una obra humana en algo casi divino. Son calificaciones, y calificaciones ajenas al arte, sociológicas, psicológicas, lo que se quiera, pero de ningún modo se refieren al núcleo de la cuestión.

La obra de una persona, hombre o mujer, que no pudiera ser entendida más que por hombres o por mujeres, porque hubiera necesariamente que remitirse, para entenderla, a la experiencia vivida, no sería una obra de arte, ¿no estamos de acuerdo en esta verdad tan simple, tan elemental, pero tan esencial? Así, si tanto se nos pregunta a las mujeres por nuestras circunstancias -más bien limitaciones, según se nos recalca una y otra vez-, ¿por qué a nadie se le ocurre dirigir el interrogatorio hacia los hombres que escriben?, ¿es que ellos no tienen circunstancias ni limitaciones?, ¿qué hemos hecho las mujeres para que sólo se nos mire a nosotras con esa particular suspicacia?, ¿sólo nosotras estamos marcadas por nuestro sexo? ¿Es que todos los hombres que escriben se olvidan -o la trascienden- de su estupenda o terrible condición masculina cuando escriben?, ¿será verdad que los hombres son más libres que las mujeres? Piensen, piensen. Llévense todo el tiempo que quieran, porque tiempo, en estos ámbitos, es lo que nunca nos debería faltar, por mucho que aquí también nos avasallen las demoledoras prisas y la urgencia de las clasificaciones, de determinar cuanto antes, sobre la marcha, qué quedará de todo esto y qué será llevado por el viento.

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Entretanto, las mujeres que escribimos debemos ser pacientes, desde luego, de ninguna manera debemos sucumbir a la tentación de la ira, que tantas catástrofes literarias y no literarias ha causado. ¿Les haremos el juego a quienes quieren comernos la moral, y por eso nos arrinconan y nos encasillan, porque no tienen otro objetivo que borrarnos del mapa? Por todos los santos, ¿por que nos tienen tanto encono?

Al menos, nos tenían que haber avisado, porque a mí todo esto me coge por sorpresa. He aquí que estamos en guerra, aunque a veces, en la soledad de nuestros cuartos de trabajo, en la soledad de nuestras vidas, se nos olvide. Lo percibimos de golpe, toda la crudeza de la guerra, cuando de repente, en un acto público, un hombre al que creíamos razonable y casi un amigo dice con toda tranquilidad, como se dicen las cosas obvias, las cosas que se caen por su propio peso como se cae del árbol la manzana de Newton, que las mujeres estamos aprendiendo a escribir. El grupo de las mujeres, el bloque de las mujeres. ¿Pero es que no habíamos quedado una vez muy lejana, muy remota, pero una vez inmemorial, según yo había creído entender, que el arte no era cosa de los sexos, sino de las personas que, siendo hombres, eran capaces de hablar de las mujeres como si fueran mujeres, o personas que, siendo mujeres, hablaban con dominio de los hombres, personas, en fin, que hablaban de la muerte y del amor sin haberlos vivido plenamente jamás, sólo porque los habían atisbado mil veces, aunque mil veces, sobre todo el amor, se les hubiera escapado?, ¿qué equívoco monumental ha sido éste?

Hay que ver con qué gusto, con qué impudor, se pavonean y andan por ahí algunos escritores, tan ufanos y orgullosos de sus logros eminentemente masculinos, tan circunscritos y limitados por sus asombrosas experiencias masculinas, tan aclamados, por otra parte, no sólo por sus solidarios e interesados congéneres, sino por apasionadas y generosas mujeres, que, con un corazón enorme, como ha sido siempre, según se ha dicho, el corazón de las mujeres, quieren hacer suyas, como sea, todas las experiencias y vivencias masculinas que, a fin de cuentas, son el canon, el modelo de todos.

Pero yo ya no estoy dispuesta a echar más leña al fuego de esta confusión, la que hace que el modelo masculino sea precisamente -¡vaya casualidad!- el universal, por mucho que incluso sea un poco tentador para las mujeres, porque jugar las cartas tal y como están es -si nos ponemos en plan castizo- relativamente sencillo, pero es que este juego no me interesa en absoluto; este juego, como algunos otros también muy en boga, me desagrada profundamente.

¡Cuánta de la literatura que damos por buena, aun por excelsa, no está por completo sesgada por los prejuicios masculinos! ¡Qué visiones espantosas y simplificadas de la mujer se nos ofrecen en muchas de las llamadas obras maestras!, ¡qué pequeñez de miras, qué obcecación, qué ganas de asegurar la supremacía del varón! ¡Que Dios guarde a las mujeres escritoras de caer en semejantes aberraciones y perversiones y monumentales fallos porque inmediatamente serán vilipendiadas y descalificadas por los eminentes y rigurosos críticos que han sonreído complacientes mientras leían estos abominables -en su simplicidad y error- retratos de mujeres! ¡Literatura femenina! No me hagan ustedes reír. A lo mejor llevamos siglos de literatura masculina, de eso quizá es de lo que podríamos hablar.

Naturalmente, esta literatura masculina ha tenido momentos muy brillantes y en algunos casos, en algunos pasajes, verdaderamente notables, ha conseguido trascender el sexo de los autores. Eso es lo que nos hace confiar, lo que nos hace perseverar y nos llena de alegría, incluso de algo de optimismo. Sólo los muy grandes consiguen romper las barreras que impone el sexo -o cualquier otra barrera-. E incluso los grandes, ellos también, caen de vez en cuando en la oprimente y deformante red de los prejuicios. ¡Cuántos comentarios inoportunos -vayan ustedes a Galdós- se podrían haber evitado! ¡Cuántas frases sobran! Pero ya estoy escuchando un irritado y persistente -y antiquísimo- rumor: ¿es que no somos distintos los hombres de las mujeres?, ¿me querrá usted decir que somos por completo iguales? Pues vaya aburrimiento, si precisamente la sal de la vida es esto, esta diferencia... De acuerdo, aceptemos y valoremos la diversidad, pero, francamente, si es que hablamos de diversidad, prefiero referirme a la de cada individuo, no la que marcan las convenciones y las normas. La diversidad que determinan las clasificaciones sociales es esquemática e injusta. Todas estas clasificaciones tienen, evidentemente, una finalidad social, que, desde luego, a mí no me sirve de mucho y quizá esos fines sociales tampoco me gusten demasiado.

A veces me da por pensar que estas clasificaciones son un tinglado que de un momento a otro se va a venir abajo, pero la verdad es que sus cimientos son bastante firmes, porque se han ido construyendo a través de los siglos. Desde mi alma femenina, simplemente, protesto, y remito la cuestión a los poseedores de alma masculina, de la que nunca, asombrosamente, he oído hablar, ¿será que los hombres no tiene alma? Y como tampoco he oído hablar de literatura masculina, me pregunto si es posible que los hombres, sobre la horrible carencia de no tener alma, no tengan, tampoco, literatura.

¿De qué estamos hablando? Si de verdad estamos hablando de literatura, sería deseable -por no decir simplemente justo- que fuéramos capaces de dar el salto sobre las circunstancias en que se produce la obra literaria. Las circunstancias son siempre pretextos, meros pretextos, para el arte. Cuanto más nos fijamos en ellas más nos alejamos de lo esencial. El arte, por fortuna, puede surgir en todas las circunstancias. Eso es lo alentador. Hombres y mujeres de todas las razas, de todas las nacionalidades, de todas las religiones, políticamente correctos y políticamente incorrectos, apolíneos o báquicos, llenos de salud o gravemente enfermos, amables o quisquillosos, con sexualidad vigorosa o debilitada o enfocada en las estrellas, todos pueden tener entre las manos el regalo, el don del arte. Llévense, si quieren, a un aparte a los pervertidos enamorados de las estrellas, o a los onanistas, o a los estériles, o a los que hacen malas digestiones, o buenas, y hagan un grupo con ellos, organicen coloquios y cursos de verano, cátedras y hasta colegios especializados, y, si así lo desean, presenten su literatura como algo diferente, pero ya verán como, si verdaderamente les interesa la literatura, esos artistas catalogados, hartos de ser considerados antes de nada como onanistas o estériles o hacedores de buenas o malas digestiones, hartos de mirarse unos a otros y compararse entre sí, como si no hubiera más habitantes en el mundo, hartos de la mirada de superioridad que, desde fuera del gueto, les dirigen los otros artistas, hartos, en fin, del confinamiento -a no ser que les paguen muy buenos sueldos-, acabarán por rebelarse y se les escaparán a los carceleros y andarán por su cuenta por el camino que cada cual se trace, si es que, como todos los otros artistas, son capaces de encontrarlo.

Soledad Puértolas es escritora.

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