La fiscalía de 'los indomables'
La rebelión de un grupo de fiscales de la Audiencia Nacional, primer reto para el nuevo fiscal general del Estado
Cuando tome asiento en su despacho oficial de la madrileña calle de Fortuny, el nuevo fiscal general del Estado, Juan Cesáreo Ortiz Úrculo, heredará de sus predecesores una amplia mesa con vistas a un recóndito jardín del paseo de la Castellana, un conjunto de sillones chester de cuero teñido en verde y un expediente que el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, José Aranda, hizo llegar al fiscal general anterior, Carlos Granados. El informe contiene un relato pormenorizado de los plantes y desplantes del grupo de fiscales que han convertido la planta tercera de la Audiencia en la que empieza a ser conocida como la fiscalía de los indomables. La tensión de tener entre manos los casos más relevantes de la actualidad política, como las tramas del GAL; el estrellato en los medios de comunicación, la camaradería interna tras años de convivencia y las alianzas con los superjueces Baltasar Garzón y Javier Gómez de Liaño les han convertido en un foco autónomo de poder.Han sido la pesadilla de tres fiscales generales y otros tantos fiscales jefes, pero hasta ahora se habían limitado a cuestionar -con bastante frecuencia, eso sí-, pero no a desobedecer, las órdenes recibidas. Así, hasta que el fiscal Pedro Rubira, en vez de pedir la libertad bajo fianza del general de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo como se le había ordenado, solicitó que siguiese en prisión, aunque matizando que si el tribunal acordaba la libertad bajo fianza "no se opondría". Un salto cualitativo que, en opinión del fiscal jefe de Sevilla, Alfredo Flores, sería "muy grave" no perseguir.
Rubira contaba, como siempre, con el respaldo del sector de fiscales enfrentado al jefe, Aranda, y que éste ha señalado como encabezado por Ignacio Gordillo y María Dolores Márquez de Prado, a los que secundan ocasionalmente Rubira o el teniente fiscal, Eduardo Fungairiño. Antes incluso de que Rubira presentara su informe, sus compañeros advirtieron que, si Galindo salía libre, pedirían instrucciones escritas sobre los presos cuyos delitos tengan igual o menor pena que el del militar; es decir, instrucciones precisas sobre qué hacer con decenas de presuntos etarras y colaboradores de la banda terrorista. El escrito ya está redactado y aguarda a que Aranda regrese de vacaciones.
Ésa será la señal para que la guerra continúe. Un conflicto que se ha extendido a toda la Audiencia y ha convertido cada juzgado en un campo de minas y cada sumario en un arma cargada con derecho procesal de diseño que las distintas familias de jueces y fiscales se arrojan procurando el máximo impacto y toda la atención informativa. Ya ni en agosto paran.
El desencadenante de las hostilidades fue, según ha dicho reiteradamente Aranda, la querella de Banesto. A mediados de noviembre de 1994, Aranda ordenó al fiscal Florentino Ortí presentarla a espaldas de los demás fiscales y mientras éstos esperaban debatir el tema en una junta.
En su reciente libro Vendetta, el periodista Ernesto Ekaizer relata pormenorizadamente los detalles y las motivaciones. En resumen, ante el temor a la reacción del grupo de María Dolores Márquez de Prado, unida sentimentalmente al magistrado Javier Gómez de Liaño, cuyo hermano, Mariano, es abogado y socio del banquero Mario Conde, Aranda ordenó presentar la querella en secreto y se dispuso a afrontar un chaparrón que, en vez de amainar, sigue arreciando con el paso del tiempo.
Desde entonces, según Aranda, el grupo disidente no ha dejado pasar ocasión alguna para el enfrentamiento. El resurgimiento del caso GAL, coincidente en las fechas con el encarcelamiento de Conde, Propició la política de alianzas de este grupo con Garzón. Rubira, el fiscal adscrito al Juzgado Central número 5, respaldó sin ambages las actuaciones más polémicas del superjuez desde que se inició la segunda etapa del affaire.
La unión del grupo en una piña pudo apreciarse en una intempestiva petición colectiva para investigar los papeles de Laos, que propiciaron la detención del prófugo ex director general de la Guardia Civil Luis Roldán. Fungairiño, Márquez de Prado, Gordillo, Rubira y el también fiscal Jesús Santos clamaron de inmediato por la indagación de un posible delito de falsedad documental cometido por español en el extranjero.
Por una de esas casualidades que ocurren en la Audiencia, el caso cayó en manos de Garzón. Los meses siguientes fueron de verdadera esquizofrenia procesal, con dos sumarios instruyéndose paralelamente, uno en la Audiencia y otro en la jurisdicción ordinaria. En su sumario, Garzón otorgó a Roldán la consideración de "víctima" a la vez que María Tardón, una de las jueces de instrucción de Madrid, le daba la condición de "imputado". Con el indisimulado propósito de empaquetar al entonces ministro de Justicia e Interior, el socialista Juan Alberto Belloch, con los famosos papeles asiáticos, Garzón arremetió contra los agentes que detuvieron a Roldán y a punto estuvo de llevarse por delante al director general de la Policía, Ángel Olivares, que osó negarle parte de la documentación.Contagiado del entusiasmo de Garzón, Rubira forzó la convocatoria de nada menos que una Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo para pronunciarse sobre la competencia del caso. No sólo perdió, sino que además no supo perder: al conocer la decisión de la Junta, contraria a su postura, pidió ser inmediatamente relevado del asunto.
Paralelamente, los demás indomables propagaron escaramuzas de juzgado en juzgado contra los magistrados menos afectos. Ismael Moreno, el juez central menos propenso al estrellato, fue el blanco de una batería de recursos de Márquez de Prado cuando tuvo la ocurrencia de admitir a trámite la querella del Gobierno contra el ex comisario José Amedo. Pese a que la fiscal pudiera tener cierto ascedente sobre Moreno, dado que fue su preparadora en las oposiciones el magistrado soportó media decena de impugnaciones -cifra insólita en un trámite de admisión- hasta que la fiscal se salió con la suya.
Más resonante fue el cerco puesto por Márquez de Prado el juez del caso Banesto, Manuel García-Castellón, a quien tocó instruir el fallido atentado de ETA contra José María Aznar. El juez denegó a la fiscal la identidad de los escoltas del líder Partido Popular cuando ésta pretendió averigar "qué resortes o mecanismos fueron incapaces de hacer desistir a los terroristas de su actuación". Recurso tras recurso, Márquez consiguió, para sorpresa de todos que un tribunal autorizara a interrogar al director de la Policía. Olivares tuvo que someterse a otras cinco horas de interrogatorio en su despacho oficial.
La actuación de Gordillo en los comienzos del caso Lasa-Zabala es paradigmática de lo ocurre en la fiscalía. Si Aran ocultó a los demás la presención de la querella de Banesto, Gordillo hizo lo propio con jefe cuando recibió a un policía que sospechaba que unos restos olvidados en un cementerio de Busót (Alicante) podrían ser de los presuntos etarras desaparecidos en 1983. Sus motivos confesados son que pretende evitar que se intentase echar tierra al asunto. Desde que el entonces fiscal general, Javier Moscoso, le apartó del caso Amedo Gordillo ha estado presente en todas las revoluciones, que él prefiere denominar "discrepancias técnicas". Su intervención fue decisiva para evitar la prescripción del caso Marey y significtiva de lo que vendría después.
Fungairiño es una institución dentro de la fiscalía y, pese a ser el menos significado en la batalla, es, por su prestigio, la figura en torno a la que se aglutinan los demás integrantes del grupo. Impedido en su silla de ruedas por un accidente de tráfico, ganó una bien merecida popularidad como acusador público en el juicio la colza. Tiene una portentosa memoria, en la que conserva archivados cada sumario, cada tradición y cada sentencia con miembros de ETA. Para cualquier dato sobre la banda, toda la Audiencia prefiere pasar antes por Fungairiño que por el ordenador policial. En público habla poco, pero es muy directo cuando lo hace. Por eso su lapidaria acusación contra el Gobierno "haberse bajado los pantalón por el acercamiento al País Vasco de presos etarras ha sentado peor que la rebelión de Rubira".
Como Moscoso, Leopoldo Torres o Eligio Hernández, el ya ex fiscal general Granados tan poco les echará de menos. Especialmente, cuando recuerda cómo les convocó de forma tempestiva en la noche de un domingo para las ocho de la mañana de un lunes. Granados trataba de contemporizar para que dejasen de hacer manifestaciones a la prensa e, ingenuamente, le pidió que los escritos importantes fueran visados por el fiscal jefe. Le espetaron que quería limitarles su libertad de expresión y que, si quería cambiarlos, lo firmara él. A la salida, como por casualidad, se encontró rodeado de periodistas.
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