Lébed de Chechenia
LA EVOLUCIÓN de la guerra de Chechenia puede ser decisiva para el futuro más inmediato de Rusia no ya por lo obvio -porque si se halla una solución permanente al conflicto se habrá despejado una ominosa amenaza sobre la integridad territorial del Estado-, sino porque, además, puede decidir el resultado de una lucha sin cuartel por el poder en el Kremlin.El general Alexandr Lébed, nombrado por Borís Yeltsin pleniponteciario para resolver el avispero checheno, y cuyas aspiraciones a la sucesión del presidente son públicas, apuesta por una terapia radical de la que puede salir escaldado o en una posición intocable. Tras recibir plenos poderes, ha efectuado un viaje relámpago a la república rebelde, se ha entrevistado con el líder de los independentistas, Zelimján Yandarbíev, con el que ha pactado una tregua (que probablemente se anuncie hoy) y un aplazamiento de la discusión para definir el estatuto definitivo del territorio, y ha vuelto a Moscú pidiendo que caigan cabezas, concretamente la del poderoso ministro del Interior, Anatoli Kulíkov. O él o Kulíkov. Ése es el guante que, un día después de un profundo reajuste de Gobierno, ha lanzado Lébed a un Yeltsin enfermo, que juró balbuceante su segundo mandato y lleva dos meses casi alejado de la actividad pública. En juego está algo más que Chechenia, por mucho que el general presente al ministro como "el principal responsable" de la guerra.Yeltsin trata de dividir el poder entre sus allegados como garantía de un equilibrio inestable que no lo desplace total y abruptamente del poder. Nominalmente, el primero de sus colaboradores es el primer ministro, Víktor Chernomirdin, un veterano del aparato y sucesor constitucional en caso de interrupción material de su mandato. Junto a éste, se sitúan Anatoli Chubáis, el jefe de su gabinete, etiquetado como liberal lo que, al menos de momento, no le coloca en la mejor posición con vistas al futuro, pero que no es un valor a descartar. Como apuesta más distante se halla Yuri Luzhkov, reelegido alcalde de Moscú por abrumadora mayoría y aliado a importantes intereses económicos, también interesados en la liberalización. Y, por encima de todos ellos, Alexandr Lébed, claro y enérgico de palabra, autoritario y enigmático como valor político a considerar.
Cuando fue nombrado jefe de seguridad nacional entre la primera y segunda vuelta de las elecciones, se especuló con que el presidente aspiraba a utilizar la popularidad de Lébed -tercero en la primera ronda- para ganar los comicios y que los profesionales del Kremlin le reducirían luego a la impotencia administrativa. La gravedad de la situación en Chechenia obligó, sin embargo, a revisar el plan. Yeltsin le entregó plenos poderes, con la amenaza de ser fulminado si fracasa, y la casi seguridad, si triunfa, de sobrepasar sin apenas discusiones a Chernomirdin. Puede que se convierta no sólo en delfín, sino incluso en amenaza al poder del presidente, no ya porque albergue ambiciones de sucesión antes de tiempo, sino porque la evidente debilidad física del jefe del Kremlin puede dar lugar a todo tipo de maniobras para que alguien se haga de hecho, y anticipadamente, con el poder.
Lébed necesita tal vez el problema de Chechenia para reforzarse, pero también que no sólo callen las armas, sino que se diseñe un plan viable de reacomodo de la república en Rusia, satisfaciendo las necesidades de soberanía del nacionalismo checheno y, al mismo tiempo, manteniendo la integridad de la Federación. Una misión imposible que ahora ya no lo parece tanto y de cuyo éxito depende además que acabe o no la mayor sangría de vidas rusas desde Afganistán.
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