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Tribuna:Relatos de verano
Tribuna
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Un viaje portugués (5)

Julio Llamazares

Por Pero aunque las aceiteras callan, el coche sigue botando. La carretera está cada vez peor, llena de baches y de remiendos, y el coche va dando tumbos como un borracho al que el sol se le hubiera subido a la cabeza. Por si le faltara algo, los matorrales aquí crecen con tal profusión que parecen una selva. Algunos son tan enormes que no sólo le persiguen con sus ramas, sobre -todo cuando se cruza con otro coche, sino que, en algunos tramos, invaden directamente la carretera.El viajero va despacio, sorteándolos como si fueran personas o presencias fantasmales, y, cuando los deja atrás, pisa el acelerador, como si temiera que le pudieran seguir igual que a veces hacen sus sombras e igual que viene haciendo la nube. en la que se ha convertido ya el hongo atómico a medida que el volcán que lo alimenta se ha ido quedando detrás, en dirección a Sonim, hacia donde se desvía ahora una carreterilla que parte en una curva hacia la izquierda. Es la carreterilla que va a Valpaços, la capital de la tierra de las castañas y, según dicen las guías, lugar de residencia real allá por la alta Edad Media. Aunque ni siquiera eso haga desviarse al viajero.

El primer pueblo de Vila Real (viniendo de Rebordelo), por no tener, no tiene ni letrero. Es un montón de casas arracimadas, como los matorrales, en torno a la carretera. El viajero lo atraviesa sin ver más que un perro cojo, una mula en un hangar, una máquina de brea abandonada y tres o cuatro personas que miran pasar el tiempo. desde la terraza del bar del pueblo. O Camionísta se llama, sin duda porque fue hecho, más que para los vecinos de éste, que no deben de ser muchos, para el descanso de los camiones que cruzan este desierto. El, viajero, pese a todo, prefiere detenerse más allá, a la salida del pueblo, al amparo de unos pinos y de un tilo gigantesco, que son los únicós árboles que se ven en torno a aquél y que dan sombra a una fuente y a una piedra de granito que las familias que van de paso deben de usar como, mesa.. Aunque el viajero está tan cansado- y la piedra es tan enorme que se tumba encima de ella para fumar un cigarro mientras contempla los árboles y escucha pasar el tiempo.

Pero la carretera sigue. Y el tiempo (aunque no lo vea). El viajero, con pesar, acabado su cigarro, deja tan plácido lecho, se lava un poco en la fuente, mea al amparo de un pino y vuelve a su condición, que no es otra que seguir a donde le lleve aquélla. Aunque le lleve, como esta tarde por lugares tan desiertos y perdidos como éste. A donde le lleva ahora es hacia Lebuçáo, que está, según dice el mapa, a apenas cinco kilómetros, pero que, de no ser por éste, nunca habría imaginado. Por delante, hacia el Oeste, el viajero sólo ve tomillos y matorrales, los mismos que viene viendo desde Bragança y que cada vez son más grandes y más espesos. En muchos tramos, de hecho, ni siquiera le permiten ver los montes que le escoltan por el norte y por el sur y que también son las mismos que lo hacen desde hace rato. Aunque, al revés que los matorrales, cada vez son más pequeños.

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Tras uno de ellos, precisamente, aparece Lebuçao, un pueblo tan solitario como el que quedó ya atrás, pero que al menos tiene letrero. Está a la izquierda, según se llega, junto a la parada del autobús en la que varios niños están sentados, no se sabe si esperando el autobús o a que alguien se los lleve. Quizá sería lo mejor que les pudiera pasar a la vista del futuro que les espera en el pueblo. Que se lo pregunten si no a ese viejo que está sentado junto a su casa, a la sombra de una parra retorcida, y que tiene grabados en su rostro todos los vientos de Trás-os-Montes. Aunque, posiblemente, el que mejor lo sabe -aunque no pueda decírselo- es ese burro negro, impávido y esquelético que el viajero encuentra solo en una era, a la salida del pueblo, y que le mira pasar con una inmensa tristeza. Es el mismo burro viejo, tristísimo y somnoliento que el viajero ha visto siempre en lugares como éste y que le hace recordar una vez más el lamento que otro viajero lanzara atravesando un lugar tan vacío como éste. Era Ortega, y recorría los montes de Guadalajara, en España: "Pobres gentes de Soria y de Guadalajara. ¿Habrá en el mundo una tierra más pobre que ésta?".

Quizá haya sido el silencio, o el lugar, o la tristeza. Puede que también a él el sol y la soledad se le hayan subido ya a la cabeza. Pero al viajero, mientras se iba, le ha parecido escuchar al burro, que le respondía a Ortega:

-Sí. Trás-os-Montes, en Portugal.

La piedra bolideira

Al contrario que Lebuçáo, la piedra de Bolideira es uno de los parajes más singulares de Portugal. Al revés que Lebuçao, la piedra de Bolideira no figura ni en los mapas, pero debería venir en todos los anuncios y las guías no sólo de Portugal, sino de Europa y del mundo entero. El viajero la vio por casualidad, que es como se suelen ver estas cosas, pero se la recomienda a todos los viajeros y los físicos y sobre todo a los levantadores de piedras. A aquéllos, por la sorpresa, y a éstos, por humildad.

La piedra bolideira (que baila) está en Bolideira, un villorrio desolado y moribundo a tres leguas de Pedhome y a cinco de Lebuçao, que le debe a la piedra el nombre, lo que indica hasta qué punto el lugar depende de ella. Bolideira, de hecho, no es ni siquiera un pueblo; es un conjunto de casas, la mayoría de ellas deshabitadas y con el cartel de en venta colgando de sus ventanas, que antaño fueron quizá posadas de carreteros, pero que ahora semejan un poblado abandonado del Oeste. De no ser por el garaje que todavía subsiste al pie del camino y de tres o cuatro casas con geranios, nadie diría que en Bolideira viviera alguien. El viajero, de hecho, cuando llegó, no vio a nadie, y pensaba seguir sin detenerse, pero cambió de opinión al ver en una pared un cartel escrito a mano: Pedra bolideira. A 100 metros. El viajero no sabía qué era aquello, pero su sexto sentido, ése que siempre le guía, le advirtió de que quizá podía valer la pena.

¡Y vaya si la valía!. El viajero, después de andar los cien metros, ve gente entre unos arbustos y, tras ella, en un montículo, el objeto de sus pasos: una roca de granito, como una hogaza invertida, apoyada sobre otra y partida por el medio. Al principio, el viajero no la entiende; quiere decir: no entiende cuál es su gracia. Piedras iguales que ésta las ha visto hoy por millares y ninguna le ha llamado la atención, ni mucho menos venía anunciada. Ni siquiera es la más grande o la más original. Poco a poco, sin embargo, a medida que la observa, comienza a ver algo extraño, sobre todo cuando uno de los hombres se despoja del reloj y la camisa y comienza a empujarla con los hombros, como queriendo emular a los héroes de la mitología griega. El viajero, sorprendido, observa con atención. ¿Cómo va a mover siquiera, por mucha fuerza que tenga, una mole como ésa? Para lograrlo harían falta dos mil hombres como él. Pero el hombre no parece que esté loco; como tampoco parece estarlo la gente que le acompaña y que le observa con atención mientras él sigue en su empeño.. ¿Cuál es el misterio entonces?

-Se mueve -le dice el hombre, descansando y limpiándose el sudor después de tan arduo esfuerzo- ¿No lo ha visto?

-Pues no -le reconoce el viajero.

El hombre, que no está loco, como tampoco lo están sus acompañantes (su mujer, sus suegros, sus hijos y unos amigos, todos vecinos de Chaves), le dice que mire bien, pues va a repetir el número.

-¿Ve este palo? -le señala, apoyándolo en la piedra de forma que queda fijo entre la curva de ésta y el suelo- Pues fíjese bien en él.

El viajero observa con atención. E hombre, después de tomar aliento, vuelva ponerse en cuclillas y comienza a pujar contra la roca como si pretendiera darle la vuelta. La vuelta no se la da (la roca, de unos diez o doce metros de diámetro y otros dos o tres de altura, debe de pesar muchísimas toneladas), pero, ante la estupefacción del viajero, el palo empieza a moverse y se desliza varios centímetros por la barriga de aquélla, prueba evidente de que la roca se mueve. Al final, cuando el hombre abandona, el palo, que es una. vara, y por tanto es flexible, queda combado hacia adentro, aplastado como un arco por el peso de la piedra.

-¿Y ahora? -dice el titán, victorioso.

-Ahora sí -dice el viajero.

La verdad es que es curioso. El viajero, por más que mira, no ve moverse la roca, pero lo que está claro es que se ha movido. Ahí está el palo para probarlo si alguien tiene alguna duda. Mientras el hombre sigue empujando (se ve que le gusta hacerlo), el. viajero rodea la roca buscando en alguna parte el misterio que ésta encierra. Porque de lo que está seguro es de que algún misterio hay. Si no, ¿cómo va a moverse?

Pero, por más que la mira, -el viajero no ve nada. La piedra bolideira es una roca de granito igual que tantas, tan grande y firme como cualquiera. Si acaso, lo único que la distingue de otras es que está puesta al revés, es decir, apoyada sobre su parte más curva, y que está partida en dos justo por el mismo medio. Pero eso no explica que un solo hombre pueda moverla. Aunque sea tan fornido como el que lo estaba haciendo.

-¿Quiere intentarlo usted? -le cede el honor el hombre cuando la ha dado la vuelta.

-¿Yo?

-Es muy fácil, ya verá -le dice el hombre, animándolo- Ni siquiera hay que hacer fuerza.

Obligado, más que animado, a intentarlo, el viajero se decide a dar el paso y a comprobar por sí mismo si es cierto lo que le cuentan. Es cierto. Incluso más de lo que pensaba. Aunque el viajero no es ningún Hércules (al revés: es más bien flojo, sobre todo hoy, que no ha comido), en cuanto empieza a empujar la roca, comienza a notar su peso a la vez que ve también cómo los palos se mueven. Primero se destensan brevemente, como si fueran ballestas, y luego empiezan a deslizarse, como ya había visto antes, por lo menos un centímetro hacia adentro. Cuando termina, los palos están más curvos, prueba evidente de que se han vuelto a mover y de que, por tanto, la roca también lo ha hecho. El viajero se separa y resopla satisfecho.

-¿Lo ve? -le dice el hombre, sonriendo.

-Lo veo -dice el viajero.

Pero, aún así, no termina de creerlo. Los palos se curvan, sí, y los de Chaves siguen mostrándoselo, pero el. viajero no termina de creer que un solo hombre pueda mover esa roca; tiene que haber un misterio. Así que, después de mirar un rato, y mientras los otros siguen pujando (ahora ya hasta las mujeres y los niños), el viajero vuelve al pueblo en busca de alguien que se lo explique, si es que hay alguien que lo sepa.

Que lo sepa o no lo sepa, el único que se lo puede contar es el dueño del garaje, un hombre de edad mediana, pero con el pelo blanco, que trabaja en ese instante con la cabeza metida dentro del motor de un coche y que parece ser la única persona que hay ahora en Bolideira.

-No lo sé. Yo siempre la he visto ahí y lo cierto es que se mueve; pero por qué no lo sé -le confiesa abiertamente el del garaje, Interrumpiendo su trabajo para atenderle.

Pero alguna teoría habrá -vuelve a insitir el viajero. -Teorías, muchas -le dice el hombre-; pero fiables, ninguna.

-Por ejemplo...

-Por ejemplo, que es un meteorito.O que la puso ahí el diablo. O que está hueca por dentro.

-Pues hueca no parecía -dice el viajero, muy serio. -Ni lo está, se lo aseguro -le dice el otro, sonriendo.

El hombre enciende un cigarro y mira la carretera. No pasa nadie por ella. El pueblo, o lo que sea, está tan solitario que da hasta miedo.

Pero es sólo en apariencia. Mientras continúan hablando (de la piedra y del garaje y de la ciudad de Chaves, que al parecer ya está cerca), aparece por la calle un vecino de paseo. El hombre, que ya es muy viejo, no sabe de lo que hablan, pero en seguida interviene. Según dice a preguntas del mecánico, que ahora hace de intérprete entre el forastero y él (no tanto por el idioma como porque el viejo está sordo), su abuelo y su bisabuelo ya conocieron la piedra, y ya entonces se movía igual que ahora. Incluso, afirma, se mueve sola cuando el viento sopla fuerte.

-¿Y usted por qué cree que es? -vuelve a insistir el viajero.

-¿Cómo dice? -¿Que por qué baila la piedra?

-¿Y quién lo sabe? -responde el viejo. El viejo, como el mecánico, no sabe por qué se mueve. El viejo, como el mecánico, no sabe cuál es su origen, ni por qué baila, -ni quién bautizó la piedra y, de rebote, a su pueblo. Pero lo que sí sabe el viejo, al contrario que el mecánico, que ya ha vuelto a su trabajo después de hacerles de intérprete, es por qué está rota al medio. Se lo dice al viajero cuando se alejan, señalando hacia el lugar donde se alza y donde todavía se oyen las voces de los de Chaves. No fue por causa de un rayo, como le dijeron estos:

-La partió de un puñetazo un español -le dice el viejo, muy serio.

-¿Cómo dice?

-Que la partió de un puñetazo un español -repite el viejo gritando como si el sordo fuera el viajero y no él.

Y, luego, con gran confianza, como si éste no lo supiera:

-Los españoles son muy brutos, ¿sabe usted?

Continuará

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