'Babel 46'
La obstinación del hombre en buscar una lengua perfecta que pudieran hablar y entender todos los seres humanos es tan perdurable en la historia como los fracasos de ese sueño imposible. La esperanza de encontrarla se apoya en la creencia -hasta ahora nunca demostrada por la lingüística- de que en los orígenes de la humanidad existía una lengua única, fuera el núcleo inicial indoeuropeo, fuera, para la tradición cristiana, el habla de Adán. El esperanto, una de las numerosas lenguas artificiales propuestas a lo largo de los últimos siglos, tuvo buena fortuna y es todavía candidato a una posible LIA (lengua internacional auxiliar) que algún día, abrumadas por tantos idiomas oficiales, impondrán las Naciones Unidas. Su autor, el hebreo doctor Zamenkov, nacido en la parte lituana de la Polonia que dominaban los zares, publicó su libro fundacional en 1887 con el seudónimo de Doktoro Esperanto; es decir, doctor lleno de esperanza, que quizá conserven todavía sus innumerables discípulos.Umberto Eco ha dedicado un famoso libro a esta Búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea, que se publicó, por cierto, en un alarde editorial, un mismo día de octubre simultáneamente por cinco editoriales prestigiosas europeas.
"¿Cuál fue", se pregunta, "la lengua en que Dios habló a Adán? Una gran parte de la tradición piensa en una especie de lenguaje por iluminación interior, en el que Dios se expresa a través de fenómenos atmosféricos, como el rayo y el trueno. Era la primera posibilidad de una lengua, es decir, algo que comprende el que la oye con ayuda de un don o un estado de gracia particular".
Adán estaba solo en el paraíso después de la divina taumaturgia que hizo nacer el Todo de la Nada; Dios le había concedido el don de la palabra, y la empleaba en poner nombre a todos los demás seres vivos... Pero el Dante, que era un buen conocedor del eterno femenino, sostuvo que el lenguaje es ante todo conversación, y que la conversación de Eva con la serpiente fue el primer acto de lenguaje humano.
La pervivencia de las lenguas autóctonas de un país depende de la furia con que impongan la suya los conquistadores. Por eso los pueblos que han mandado en el mundo suelen ser pésimos usuarios de lenguas ajenas. El castellano, en los siglos del imperio español, era la lengua diplomática obligada, y por eso los españoles somos malos políglotas; también el hombre inglés, que impuso la suya hasta los confines de la Commonwealth, ha sido siempre torpe y reacio para hablar otros idiomas. Los romanos latinizaron profundamente las provincias de su imperio, cuyos habitantes sólo se diferenciaban por los acentos regionales. Nada menos que el gran Adriano, hispano e hijo de hispanos -que sería emperador el año 117 después de Cristo-, cuando era cuestor, leyó un discurso ante el Senado de Roma con tan marcado acento regional que, aun siendo estimado como hombre culto y poderoso, provocó las risas de los senadores.
Según el Génesis, la soberbia del hombre, pretendiendo construir una torre que llegara al cielo motivó que Yavé descendiera a la llanura de Senaar, donde se estaba construyendo, y decidiera confundir su lengua única, "de modo que no se entiendan los unos a los otros". Desde entonces, esta confusión de las lenguas es un mito perenne que ha provocado desgracias, incomprensiones y hasta muertes. Un mito que de cuando en cuando reaparece en la literatura, en las artes y en la música, como sucede ahora con la ópera Babel 46, de la que es autor el compositor catalán Xavier Montsalvatge, a quien se debe asimismo el libreto. Yo tuve la suerte de asistir a su estreno en el Festival de Peralada de 1994, por la Orquesta de Cadaqués y un grupo de notables cantantes, y no comprendo cómo en las primeras funciones del futuro Teatro de Opera de Madrid, y en un país como España, tan pobre en creaciones de este género lírico, no se incluya esta ópera de Montsalvatge, llena de ingenio escenico y de inspiración musical.
La acción de esta ópera se desarrolla en un campo de refugiados de diferentes nacionalidades, al terminar la II Guerra Mundial, que esperan su incierta repatriación. Los intérpretes cantan en la lengua propia del personaje: Arístides, un siciliano de Siracusa, de unos treinta años, idealista y asceta -un tenor que canta en italiano-, es cortejado por Berta, una muchacha de la ciudad de Algheor, de Cerdeña, guapa y temperamental, que viene dibujada por una soprano que canta en italiano. Junto a estos dos protagonistas aparecen por escena Joáo Limpopo, un viejo negro ciego de Mozambique -es un bajo que canta en portugués- que a veces toca la trompeta acompañando al clarinete de su hija Laurinha, una niña muda de 10 años. Intervienen también dos hermanas solteras de Ciudad Real, Virginia y Urraca -son dos sopranos que cantan en español- y un tal Mister Clyde, escocés sexagenario -un tenor que canta en inglés- y que sólo pretende encontrar entre los refugiados alguien que juegue con él al bridge. Anda asimismo por el tablado una supuesta Marquise Nicole de Thiviers -soprano que canta en francés-, ya con 70 años y que sólo parece preocuparse de su perrito faldero y de un loro enjaulado que responde al nombre de Ferdinando. Por último, también están allí refugiados dos amigos sefardíes, David y Aarón -barítonos ambos que cantan en español- sin patria conocida.
Todos se sienten extraños los unos a los otros, confundidos por las distintas lenguas, y procuran, precavidos, ocultar a los demás lo que realmente son. Berta quiere acostarse con el atractivo siciliano; las señoritas manchegas murmuran de todo y lamentan su pobreza; la marquesa protesta de que no se le guarde el respeto debido y de que molesten el ciego y la muda a sus animalitos con sus melodías estridentes. Cada uno va entonando la canción de su país que tiene en el corazón, lo que hace que esta primera parte de la ópera sea irónica y divertida. Pero cuando el altavoz del refugio anuncia la hora de la ansiada libertad y va nombrando a cada uno para que recoja su salvoconducto y pueda regresar a su pasado, se destapa el verdadero ser de cada cual, y la ópera, de graciosa, pasa a ser ópera trágica. Berta sólo piensa ahora en volver con su marido y sus hijos, y rechaza a Arístides, el cual, olvidado de sus ardores patrióticos, quería huir con ella, y al no conseguirlo, se suicida. Resulta también que las señoritas manchegas eran muy ricas, que la marquesa, en cambio, no tiene donde caerse muerta, y que los sefardíes reanudan su eterno peregrinar, acompañados por la niña y el ciego, que es el único que conserva la serenidad y melancolía en aquel desenlace.
Entonces se ve cómo la música era la única lengua universal posible, el lenguaje que todos comprendían, más perfecto que el gestual de los mimos o que el del movimiento de las imágenes, menos preciso que el habla o la escritura, pero capaz de describir con sus sonidos, con la máxima realidad, el amor de los enamorados, la maldad de los desalmados y, en general, los sentimientos y las pasiones que alberga el corazón humano.
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