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El ojo de Dios

José Antonio Martín Pallín

Jeremías Benthan, que además de filósofo era un destacado jurista, construyó en el siglo XIX una apasionante, y a la vez conturbadora, teoría alrededor del Panóptico, título que podría ser traducido como El ojo de Dios. Diseñaba un modelo de recinto penitenciario en el que desde una posición estratégica, perfectamente calculada, un guardián vigilante dominaba hasta los más recónditos lugares teniendo ante su vista todas las cosas y personas que en él se encerraban. El mismo Benthan definió el Panóptico como "un instrumento muy útil y enérgico que los Gobiernos podrían aplicar a objetos de la mayor importancia". Como puede verse los utilitarios consejos de tan ilustre personaje no han caído en saco roto.La posibilidad de conocer, recopilar, manejar y controlar todo lo que sucede en los espacios en que el ser humano desarrolla su actividad es una vieja aspiración que ha tentado a muchas personas y con mayor intensidad a los que ostentan el poder. Las nuevas tecnologías se han convertido en un aliado y a la vez en instrumento propiciador de estas tendencias. El control visual ya es posible y permite escudriñar las actitudes de las personas cuando se desenvuelven en su vida de relación cotidiana, cuando entran en los grandes almacenes o acceden a entidades bancarias, e incluso cuando llaman a la puerta de sus vecinos. Todavía existen las barreras infranqueables que levanta el derecho a la intimidad para vetar el acceso a los espacios interiores, pero no existe una conciencia tan desarrollada cuando la grabación se realiza en espacios abiertos al uso público.

La cautela se impone ante las iniciativas que ofrecen la vigilancia electrónica como un remedio eficaz frente a los males que suponen la existencia de focos de violencia que alteran la convivencia ciudadana.

Hay que tener cuidado con el entusiasmo desbordante por las nuevas tecnologías no vayamos a caer en excesos que produzcan efectos negativos, contraproducentes y difícilmente conciliables con la letra y el espíritu de nuestro texto constitucional.

La implantación intensiva de puntos de captación de imágenes nos puede llevar a extremos ni siquiera imaginados por los promotores de la idea. Cuando veo estas iniciativas me viene a la memoria una antigua y divertida película titulada El juicio final, cuyo director era el maestro Vittorio de Sica. La película comienza con un barrido de la cámara por diversas calles de las principales capitales del mundo. Valiéndose de un potente y vertiginoso zoom se fija en un transeúnte al que Dios llama por su nombre y le anuncia que le ha llegado el día del juicio final. La voz del más allá le pide cuentas de su vida presente y pasada. El ciudadano, visiblemente conturbado y atemorizado, contesta con balbuceos a los apremiantes requerimientos de Dios y comienza a confesar sus muchas culpas y deficiencias.

Sólo una de las personas sorprendidas por el "ojo de Dios" se rebela contra el imperativo mensaje. Se trataba de un ciudadano inglés, vecino de la City, que es interpelado por la voz suprema cuando, revestido de un impecable traje negro, maletín en la mano y cubierto por el característico sombrero hongo se dirigía con paso digno hacia su puesto de trabajo. El súbdito de su graciosa majestad, al oír su nombre, mira al cielo y dirige a su interlocutor una pregunta desconcertante: "Do you speak english?". La voz del Omnipotente, visiblemente confundido y perplejo, contesta negativamente. Ante tan intolerable respuesta, el caballero inglés, con gesto entre ofendido y despectivo, exclama: "I'm sorry" y sigue su camino sin aceptar tan insólita intromisión en su vida privada y en su andadura pública.

Es de esperar que las cámaras grabadoras no se combinen con elementos sonoros para no intranquilizar demasiado a los transeúntes. Lo cierto es que la vigilancia electrónica se ha disparado y que todas las horas son hábiles. Las patrullas policiales y la seguridad privada se expanden masivamente, mientras las cámaras de vigilancia anidan en los techos de las entidades bancarias y de los edificios oficiales. El invento parece sugestivo y por ello no han faltado propuestas para colgarlas de postes, farolas y fachadas con el propósito de no dejar espacio urbano que sea inmune a la curiosidad de los objetivos.

La validez de las grabaciones de vídeo como instrumento probatorio ha sido abordada por el Tribunal Supremo, que ha considerado que su utilización en la investigación de un determinado delito, sustituyendo la transcripción mecanográfica de lo que acontece por la grabación de los movimientos y actitudes de los sospechosos, es un método válido para concretar unos hechos que tienen caracteres de delito y poder sustentar, sobre ellos, una acusación. Ahora bien, no es lo mismo emplear el vídeo para investigar un delito concreto sobre cuya posible existencia se tiene noticia, que barrer el espacio urbano para encontrar, como por azar, hipotéticas infracciones contra la convivencia y el uso pacífico de las calles y plazas de una ciudad.

Las consecuencias de este uso indiscriminado, por mucho que se pretenda controlar, pueden producir situaciones imprevisibles en las que el ciudadano vea cómo se afectan derechos que configuran su personalidad y que deben ser amparados para no cercenar su libre desarrollo y entrar en insalvable contradicción con el artículo 10 de nuestra Constitución.

Los ojos mecánicos son potencialmente insaciables y lo mismo graban un hecho delictivo que a una persona indeterminada que abandona un hotel en actitud cariñosa y efusiva con su pareja. Lo mismo detecta una escena usual en el transcurso de la vida urbana que un automóvil estacionado ante un inmueble que goza de dudosa reputación.

Si uno tiene la desgracia de ser atracado en plena vía pública, no dude que seguramente saldrá en las pantallas, donde se podrá contemplar su cara compungida y aterrorizada y de qué forma es despojado de sus pertenencias, pero todo será inútil porque, con toda seguridad, su agresor no podrá ser identificado, al ir provisto de un casco de motorista o cubrirse con un pasamontañas.

Por otro lado, la realidad siempre tiene la tentación de imitar al arte y no son descartables situaciones como las que se vivieron en la ciudad de Lugo hace algún tiempo, cuando se desvió un vídeo callejero orientándolo al interior de una vivienda donde se estaban desarrollando escenas que podríamos calificar como de estricta e intransferible intimidad. El celo de los controladores llevó a la grabación de escenas en las que había sexo, había drogas y sólo faltaba el rock and roll.

El invento, en principio, parece sugestivo, pero es peligroso dejarse deslumbrar por sus hipotéticas ventajas, minusvalorando sus contraindicaciones y efectos negativos.

Frente a los que pretenden desviar la cuestión de los vídeos Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior hacia un debate ideológico conviene afirmar que las cámaras grabadoras no son de izquierdas ni de derechas, son tecnologías que, como muchas otras, admiten un doble uso, y es el deber de todos velar porque no se desvíen de su utilización positiva y se conviertan en métodos agresivos frente al individuo sin que ni siquiera se puedan obtener contrapartidas apreciables, en materia de seguridad. En éste, como en muchos otros supuestos, el fin no justifica los rmedios y, por muchos controles que se quieran establecer, todos ellos actúan a posterior¡ y cuando la lesión a los bienes jurídicos de la persona ya se han. producido de manera irreparable.

En todo caso es de agradecer que los propugnadores del sistema no hayan actuado con arrogancia dogmática y prepotencia política imponiendo su instalación por las vías de hecho. Han abierto, en mi opinión, un enriquecedor debate y han sometido el proyecto a instancias consultivas recabando la mayor cantidad posible de opiniones jurídicas y de consenso político. Interesado en la cuestión he intentado aportar mi opinión en estas líneas, sin aferrarme a posiciones categóricas, pero sí con el irrenunciable propósito de abordar la cuestión desde la óptica, y nunca mejor dicho, que nos proporcionan los principios constitucionales.

Es indudable que la violencia callejera, que constituye un mal endémico de las calles de Euskadi, desborda el marco de lo que podría explicar un conflicto social o generacional, para integrarse plenamente en una acción calculada y perfectamente diseñada dentro de una estrategia de la tensión.

Tratemos de erradicar la violencia, pero sin convertir la calle en un escenario controlado por los vigías electrónicos en el que los ciudadanos transeúntes se sienten observados y, por qué no decirlo, desasosegados por la presencia omnisciente del "ojo de Dios".

José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.

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