"Hartos de sangre en Burundi"
El golpista Pierre Buyoya promete acabar con las matanzas tribales y formar un Gobierno de transición
ENVIADO ESPECIALRaúl tiene 20 años, estudia Agricultura en la Universidad y, a pesar de su nombre de resonancias hispanas, nació en Bujumbura. Raúl desafía el calor del mediodía. Del lago Tanganika no sopla ni una brizna de brisa. Como el resto de Burundi, vive este domingo una incierta calma después de semanas de matanzas teñidas de odio étnico. Pero Raúl, que se encamina como otros jóvenes de la capital a un hotel para escuchar al comandante Pierre Buyoya, que se hizo con el poder el pasado 25 de julio en un golpe incruento, ni siquiera sabe si tiene esperanza. "Lo único que quiero es paz, la gente está harta de sangre, harta de violencia, harta de muerte".
Raúl se cierra en banda cuando se le pregunta por su adscripción étnica. "Soy burundés, eso es lo que soy. Sólo burundés", dice ante un cartel del cine Cameo que anuncia para las seis el segundo pase de una película de un experto en matanzas, Jean Claude Van Dame: Muerte súbita. Un título obsceno para exhibir en Burundi. Pero los ávidos. de sangre tendrán que quedarse con las ganas. El toque de queda se inicia a las siete de la tarde, cuando hace ya una hora que el sol centroafricano se ocultó tras las mil colinas. Hasta en la orografía es Burundi gemela de la vecina Ruanda, no sólo en el desequilibrio étnico entre los hutus (85% de la población) y los tutsis (el 14%) y en el desprecio por los pigmeos twa (el 1% restante).
El primer avión comercial aterrizó ayer por la mañana en el aeropuerto de Bujumbura después de que el golpe de Buyoya cerrara el 25 de julio las fronteras del país. La eficiencia y el orden de la aduana contrasta con el pillaje que en el vecino Zaire sigue campando bajo la pax y rapiña del mariscal Mobutu. En las calles de Bujumbura, batidas por el sol, la calma era total, y la ausencia de tropas, blindados y entusiastas del Ejército, elocuente. La lasitud del domingo africano también se hacía sentir sobre la hermosa ciudad bañada por las aguas del lago Tanganika.
El único turismo que invade Burundi estos días es el de la prensa internacional, que ha desembarcado en masa, con armas y bagajes, en este viejo país africano. Al igual que Ruanda, Burundi no es una arbitraria creación de las potencias coloniales, sino que su pasado como reino organizado arrastraba varios centenares de años cuando primero los alemanes y después los belgas se decidieron a colonizar el territorio y estropear, acaso para siempre, una convivencia de hutus y tutsis bajo los ganwa, una nobleza que hacía de colchón entre los riwarni (reyes) y la población. Aunque los nwami y los ganwa, eran tutsis, se mantenían al margen del pueblo llano formado por tutsis y hutus, en el que eran frecuentes los matrimonios interraciales.
Buyoya, el presidente que el 25 de julio recibió el encargo del Ejército de hacerse con el poder, no se remontó al principio de los tiempos para explicar su "golpe atípico", como lo definió ante las decenas de periodistas extranjeros, que le esperaban a la entrada del Novotel, el mejor de la ciudad y hoy sin habitaciones libres. Pierre Boyoya, un militar educado en Bélgica y Francia que sólo hace apenas seis semanas se encontraba disfrutando de una beca de estudios en la Universidad estadounidense de Yale, ya saboreó las raras mieles del golpe militar cuando el 3 de septiembre de 1987 derrocó al coronel Jean Baptiste Bagaza. Es precisamente de Bagaza, y de las guerrillas hutus que atacan cada vez con más efectividad al Ejército y a la población hutu desde sus bases en Zaire, de donde se nutren los mayores peligros para el éxito de Buyoya. Aunque la comunidad internacional se ha mostrado en principio contraria al golpe, Bélgica, la antigua potencia colonial, ya ha dado muestras de su sensibilidad hacia la realpolitik al considerar que acaso la solución Buyoya sea la menos mala de todas las posibles cuando el país se deslizaba día a día hacia el desastre.
Convicciones democráticas
Buyoya recordó ayer que no ha renegado de sus convicciones democráticas. No en vano fue él quien dio pasos innegables hacia el multipartidismo al convocar las elecciones que en junio de 1993 permitieron por primera vez el acceso de un hutu, Melchior Ndadaye, a la presidencia del país. Buyoya aceptó democráticamente su derrota y se eclipsó del horizonte político. Claro, que entonces empezó para Burundi una pendiente de sangre y muerte en la que los extremistas de ambas etnias no han cesado de dejar de lado la cosecha de café -principal industria del país- en favor de la menos lucrativa y más suicida de la sangre.Militares tutsis (prácticamente el 95% del Ejército, de la magistratura y de la Administración está en manos de la etnia minoritaria) derrocaron y asesinaron a Ndadaye cuando acababa de cumplir sus primeros 100 días de gobierno. Las organizaciones humanitarias hablan de hasta 150.000 muertos desde entonces, civiles en su mayor parte.
Aunque el golpe contra Ndadaye fracasó, el difícil equilibrio en un Ejecutivo formado por tutsis y hutus no logró la pacificación del país. La gota que colmó el vaso de la desconfianza fue la decisión de enviar una fuerza interafricana de pacificación para poner término a las matanzas. Los radicales de ambas etnias calificaron la idea de "invasión" y prometieron atacar como a un Ejército enemigo a las tropas que en principio debían integrar Tanzania, Uganda, Zimbabue, Etiopía y otros países africanos.
La sangre no ha dejado de correr a raudales este mes, desde que el pasado 4 de julio una plantación de té fuera asaltada por los milicianos hutus: más de 80 personas, mujeres y niños tutsis en mayoría, perdieron la vida. Cada matanza de la guerrilla hutu es expeditivamente vengada, o bien por el propio Ejército o bien por las milicias tutsis, casi siempre instigadas por Bagaza, que confiaba en hacerse con el poder y que no oculta su rabia ante la decisión de los militares de' entregar el poder a Buyoya. La balcanización del país (con los tutsis en las ciudades y los hutus en las colinas) ha sido galopante.
Tras una nueva matanza de los extremistas hutus, que el 20 de julio mataron a más de 300 tutsis (también en su mayor parte mujeres y niños) en el campo de refugiados de Bugendana, en el centro del país, los acontecimientos se precipitaron. El presidente, Sylvestre Ntinbantunganya, un hutu moderado; se encontró con una lluvia de piedras cuando el 23 de julio viajó a Bugendana para tomar parte en el funeral. A su regreso a Bujumbura, los rumores de golpe eran tan intensos que optó por refugiarse en la Embajada de Estados Unidos. Al día siguiente, la Unión por el Progreso Nacional (Uprona), el principal partido tutsi, denunció los pactos de Gobierno por los que compartía el poder con los hutus.
El Consejo de Seguridad de la ONU advirtió contra cualquier tentación de acortar camino mediante un golpe de Estado. Fue en vano. El 25 de julio, Buyoya, un militar tutsi, presidente entre 1987 y 1993, fue nombrado presidente interino. La calma reina en Bujuníbura. Pero la noche, densa y oleaginosa, trae no sólo oscuridad, sino grandes sombras de incertidumbre sobre el futuro de este diminuto país, con forma de corazón y superpoblado.
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