Cuento final

Estos días uno puede ver por cualquier carretera grupos de ciclistas voluntarios con atuendo profesional. A veces te encuentras una de estas bandadas por una pista forestal como ánades perdidas en la gran ruta migratoria. Y piensas que estos hijos del Tour de Francia han salido del sueño de una siesta campesina delante de las brasas catódicas de la pantalla de televisión. En una de estas ocasiones he, creído ver a Miguel Induráin. Era un niño de 12 años. Pedaleaba hacia los campos de avena con el cesto de la merienda en el sillín de atrás. El padre segaba el cereal y se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano. El sudor de la siega es picajoso. La brizna de paja se clava en los poros como fibra de vidrio. Miguel acerca la merienda al padre. Le ayuda después en la faena. El sol lo azuza con sus aguijones finísimos. Cuando el chaval regresa a la pista, la bicicleta no está. Ve a lo lejos como se escapa en ella un rapazote rubio, con aire de vikingo. El padre le consuela. El mundo es así, le dice, un camino de quitapón. Los dos regresan andando. El sol guarda su navaja barbera. Anochece. Si el grano se da bien, comenta el padre, te compraré una bicicleta de carreras, con cambio y todo. El sudor se ha ido secando amasado con el polvo de paja, como un adobe de hombre y tierra-