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Enseñanza para todos

Hacia 1970 o 1971, algunos pensábamos que la extensión de la escolaridad obligatoria hasta los 14 años parecía un exceso y tal vez hubiera sido más razonable dejarla en los 12. Habrían sido seis años de primera enseñanza, pocos. ya para la altura de los tiempos, y otros seis de secundaria: el bachillerato. No fue así, por desgracia o por fortuna. El general y su Gobierno, presionados por Europa y favorecidos por una economía floreciente, se lanzaron a fondo, y ahora toca bailar con una enseñanza media que no deja de crecer. La reducción de la enseñanza primaria a seis cursos es probablemente el mayor acierto del nuevo sistema que iniciamos. Los niños de seis años y los de 13 o 14 difieren demasiado para recibir la misma enseñanza y aun para estar escolarizados en la misma escuela.Otra cosa es la solución que viene después. Tenemos cuatro cursos de educación secundaria obligatoria (la llamada ESO) y dos de un bachillerato, que es el más corto de Europa, como se dice, pero con gran diferencia, porque el año académico del bachiller español no cumple los días lectivos que la enseñanza reclama y se queda muy lejos de un calendario razonable. Si tenemos en cuenta que nuestro recurso inveterado consiste en sobrecargar sin piedad al adolescente, se comprenderá bien el horror del fracaso anunciado: horror inevitable, tal como están las cosas, exterminio sin número y sin justificación. ¿Qué podemos hacer?

Algunos proponen alargar el bachillerato a tres años. ¿Por qué no se alarga, primero, el curso hasta cubrir los días lectivos que tienen los muchachos de bachiller en otros países? Bastaría con suprimir los exámenes de septiembre y comenzar las clases a principios de este mes. La convocatoria de septiembre lo fastidia todo (en los tres niveles), y su supresión es condición inexcusable de un curso bien distribuido. El número de los días lectivos, tanto en primaria como en secundaria, debe superar al de los festivos.

Pero pretender que el bachillerato crezca a tres años, después de haber descaecido durante más de tres decenios, quiere decir, me parece, que seguirnos sin comprender la altura de los tiempos. Sería otro balón de oxígeno para mantener la ficción de una calidad imposible, para conservar unos centros cuyos profesores, durante algo más de una centuria, vivieron con comodidad con los contadísimos muchachos que llegaban de las pobres escuelas primarias. A modo (le sucursal de la universidad del distrito, hasta 1970 el instituto de enseñanza media, precedido de escuelas propias del siglo XIX, se nutría con chicos que eran estrellitas que brillaban con la luz incoada familiar y estudiaban como fieras como cosa natural; y aun así se les perdonaba la vida. Para aquellos niños preseleccionados y amorosamente precocidos en el horno familiar, la mera presencia del profesor bastaba para que su libido sciendi, como segunda naturaleza, siguiera su curso (nada que ver con el pasotismo de años posteriores); olvido a los copiones y paso por alto la farsa de las tareas elaboradas por padres o tutores en academias complementarias.

Pero con la Ley General de Educación y la televisión cambió todo: cuando terminaba la década prodigiosa habíamos dejado de ser pobres. Ahora bien, el capital cultural no se improvisa así como así, y la gente toda invadió escuelas (años setenta), institutos (años ochenta), universidades (años noventa). Aquí y ahora, cuando los medios son tan poderosos, se ve más clara la dificultad de educar; aquí y ahora, el profesor se halla frente a escolares corrientes y molientes, muchas veces rebotados sin gloria y sin curiosidad intelectual. Y los profesores, ahora tan numerosos, ¿habrán profesado realmente? ¿No parecen con frecuencia enérgicamente distraídos de lo principal, de su! alumnos, y se fugan en aventuras ajenas?

Pretender que el bachillerato vuelva a ser lo que era, sin mayores matices, es como querer parar la historia. ¿No preferirán algunos que dure seis años, con una ESO paralela de alumnos malos, a cargo de maestros, naturalmente, que darían más horas de clase ... ?

En mi opinión, hay que asumir el reto de la totalidad. Ni el pasado nivel -rigurosamente inexigible- se puede esperar de la mayoría de la población ni la actual organización resiste la menor crítica; los chicos que vienen del extranjero alucinan, empezando por algún tuteo impuesto. Los estudiantes deben estudiar más, es cierto, pero menos materias, en mas días de clase. Las vacaciones veraniegas no pueden durar tanto, y el día lectivo debe dejar tiempo libre cotidiano para que cada cual pueda vacar a su ocupación favorita: deporte, música, lectura, etcétera. El régimen actual de atracón y molicie roza la demencia. Que la discoteca se haya convertido en poderoso polo de atracción,y la litrona se santifique con evidente blasfemia, ¿no se debe a la ausencia de otras instancias? La naturaleza tiene horror al vacío. Si es verdad que Sevilla capital tiene 4.000 bares y cuatro bibliotecas, ¿adónde irán chicos y grandes con mayor naturalidad?

A mi juicio, hay que ir pensando en educación para todos hasta los 18 años. Al aproximarse el año 2000 no hay que temer una educación para todos, con los tipos y las opciones que se quiera introducir, incluidas, muy especialmente, las humanidades. Es decir, que el bachillerato o se mantiene en su mínima expresión actual o se expande y se transforma en una estructura de otra magnitud y aun de otro género. La coligación de ambos niveles medios, ESO y bachillerato, acaso escandalice a quienes se educaron en castos corporativismos decimonónicos, pero tal vez fuera lo mejor. Los buenos estudiantes seguirán estudiando como siempre. El problema no es tan irresoluble como una apresurada implantación de la ESO da a entender. Y la desmoralización que aqueja a muchos profesores de instituto, y aun de todos los niveles, yo diría que carece de razón suficiente. Bien está que algunos busquen su salvación huyendo de la profesión que un día creyeron profesar; menos bien está refugiarse en la cómoda descalificación del otro. Es lo que han hecho siempre unos grupos frente a otros: los antiguos griegos des preciaban a quienes no eran griegos, y los atenienses pensaban que la luna de Atenas era mejor que la, luna de Corinto; los romanos echaban a los cristianos a las fieras del circo, y no sé yo si este apetito de sangre humana ha desaparecido del todo; los alemanes, desde mucho antes de 1933, subestimaban a los judíos, que, por lo demás, no se daban por aludidos; los ingleses entienden que al sur del canal empiezan los negros; en fin. Nosotros, sin negros que menospreciar, somos menos racistas que otros, desde luego, pero adviértase con cuánta aplicación descalificamos en España a grupos enteros: ora a los curas o a los militares, ora a los médicos o a los profesores de tal facultad universitaria, ora a los profesores todos de esta universidad - (juro haberlo oído a personas sedicentemente importantes); y ya puestos, ¿por qué no condenar también a las mujeres, a los alemanes, a los norteamericanos?

Tal vez padezca yo algún tipo de daltonismo espiritual, pero veo poca o ninguna vocación en infinidad de profesores de todos los grados: entre los maestros de primera enseñanza, menos presuntuosos, aún arden rescoldos, pero los de secundaria bizquean entre unos alumnos incomparables con los de ayer y un nivel universitario al que se consideran acreedores. ¿No nos estaremos equivocando de plano? Porque sin unos miligramos de vocación -docente o de lo que sea-, ¿podemos hacer algo que merezca la pena?

Julio Almeida es catedrático de Sociología de la Educación en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Córdoba.

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