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La ópera

Manuel Rivas

Como a Pavarotti, no le gusta la ópera. Está convencido de que el verdarero sueño del tenor italiano sería cantar los goles de un mundial de fútbol. Por su parte, siempre asoció la ópera con el soufflé. Y los grandes conciertos de música clásica, con el Ustedes son formidables. Recuerda que la metáfora gastronómica era más dura en Grombrowicz: "Mi alma rechaza con repulsión la música servida con albóndigas en una fuente dorada por un maitre embutido en un frac". Hay algo extraño en su naturaleza que le lleva a sentir simpatía de los desdichados que sufren un ataque de tos en plena sinfonía de marco inocmparable. Cuando el público culto aplaude con arrobo calculado, en perfecta formación de aplauso, este hombre raro imagina al mismísirno Kim Jong Il con la batuta en una sesión del comité central coreano. Y añora los aullidos de AC / DC y los pareados de Manolo Cabezabolo.Hay otra forma de ver las cosas. Piensa que si el juicio final fuera un proceso colectivo, Mozart salvaría a la humanidad. Tumbado en un camastro de oscuro campamento militar, viene a redimirlo María Callas cantando Castra Diva. Esa voz es lo más parecido a la luz que fecunda una vidriera. Y ahora escucha a Schubert, no en un concierto, sino en el piano de un exiliado que ha vuelto con una perplejidad azul mar en los ojos. En una. humilde calle de mala fama, empinada y con orines, canta una Desdémona. Y un camionero sintoniza emocionado cada tarde el Clásicos populares de RNE.

Comprueba ahora que la atracción que el poder siente por la ópera es, como en él, instintiva y primaria. Es un gran día para la lírica, dice el ministro, tras expulsar del teatro Real al enemigo. De fondo, el hombre raro escucha La balada de Mackie el Navaja, en La ópera de tres perras gordas, de Brecht. Es verdad. Ha sido un gran día para la ópera. Para saber quién diantre manda aquí.

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