Una ciudad a su nariz pegada
Para refutar la idea de que Madrid no es una verdadera capital nada como aludir a su elevado número de mentirosos. Y no me refiero a los troleros de andar por casa, como el estudiante que ha conseguido un julio en paz jurando que en agosto se sacará septiembre y todo el invierno junto, sino a los mentirosos grandes. Los de vocación. Los de talento. Los que miran con tanta sinceridad y entonan la voz de modo que convencen a los incrédulos de que nunca han robado una manzana ni copiado en un examen y siempre pagan sus impuestos.Pero los mentirosos bien dotados abundan. Lo que nos hace únicos es el arrobo con que escuchamos a los nuestros, la emoción con que apreciamos su talento, nuestra entrega para que destaquen y podamos optar al récord Guinness de más descarado número de mentirosos por metro cuadrado. Este año hemos vuelto a quedar terceros, curiosamente desplazados, no por las tradicionales capitales de la mentira y el poder, sino por dos localidades: Hollywood, a causa de la abrumadora cantidad de mentiras adulteradas que produce ahora -sólo se clasifican como tales las películas sencillamente malas-, y Hay-on-Wye, el célebre pueblo construido con libros viejos, como las casitas de chocolate de los cuentos, que se encuentra en un rincón de Inglaterra cubierto casi siempre con plásticos para protegerse de la lluvia.
No es que los del Guinness hayan decidido catalogar la literatura como mentira -un error de tecnócratas que ya fue desmontado para siempre por don Quijote-, sino que en Hay-on-Wye han decidido dedicar una de sus principales arterias, la Avenida de la Hojalata, a aquellos papeles que en su día contaron lo mediocre, hincharon lo enano, recompensaron el timo, cantaron lo inocuo, proclamaron trivialidades, subastaron baratijas, garantizaron valores que, como no lo eran, no confirmó el tiempo. ¿Ha oído usted hablar de Pedro Faxardo, por ejemplo? ¿No? Pues fue uno de los individuos más famosos de su siglo sólo porque la reina Sancha se desmayó con una sonrisa mientras comía un polvorón hecho por él. Ciegos a la evidencia de que la reina estaba embarazada, los cortesanos de la época decidieron consagrar los polvorones de Faxardo como "lo nunca comido" (lo cual era cierto: habían nacido en la desesperación de una sequía), y hace tanto tiempo que, el error de Faxardo oculta delicias con mucho mayor talento, que se han terminado por perder en el arroyo de la clandestinidad y el limbo de las notas a pie de página. Se cree que de ahí viene el relieve del hombre que cierra los ojos mostrando el paladar en la famosa puerta de Salamanca donde un sapo adorna un cráneo, y cuando textos de cortesanos con ditirambos hablan al paseante de Hay-on-Wye de cómo son los polvorones desde Faxardo (en España no se conoce esta historia, como siempre), uno se pregunta cómo es posible que tal engañifa se sostenga tanto tiempo.
Pues bien: Madrid ha quedado en el tercer puesto pese a la solapada ayuda del gobierno (preocupado porque se va yan a enfadar en Barcelona), para demostrar, que la ciudad ha alcanzado ya a las capitales de la patraña. En Madrid, según el alto tribunal del rumor, hay más faroleros que en la Roma de Calígula, la Atenas de los sofistas, el Avignon de los Papas, el París de los preciosos ridículos, la Nueva York que odiaba a Poe, la Amsterdam de los fanáticos, el taimado Londres victoriano, el Moscú del maestro y Margarita y el Dublín del que huyeron Joyce, y después Beckett, espantados por tal cantidad de falsedades. El tribunal advierte que ninguna de las ciudades mentirosas tuvo nunca una tan alta densidad de población; conviene pues considerarla. ¿Cómo comparar el gran Madrid de los estadios con la pequeña Atenas que condenó a Sócrates? Igual que los griegos hicieron el Partenón curvo para que lo viésemos recto, habrá que encontrar un mecanismo corrector para calibrar el alcance de tantas, tantas mentiras (en su mayor parte insignificantes), y poder competir en condiciones.
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