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Constitución y cambio político

La reflexión constitucional que propone Rafael Mateu de Ros [EL PAÍS, 24 de mayo] tiene como principal virtud la de desdramatizar la cuestión del eventual cambio de las reglas del juego político, pero la mayoría de sus propuestas concretas son -a mi juicio- francamente discutibles. De entrada, no comparto su sombrío diagnóstico sobre la situación del sistema político español, pues, siendo ciertos los desarios y algunas de las disfunciones que señala, éste goza, en general, de buena salud y estabilidad.Es difícil proponer introducir medidas impopulares reputadas indispensables y esperar que gocen del más amplio consenso político y social. Sin embargo, coincido con la tesis de que ninguna Constitución debe concebirse como una estructura pétrea e inamovible. No obstante, tal análisis atribuye al sistema político defectos que, en realidad, se deben a los sucesivos Gobiernos e, incluso, en parte, a las oposiciones.

Es completamente ilusorio creer que cambiar la Constitución suponga poder erradicar la corrupción y la incompetencia y permita incrementar la transparencia y la participación. Este planteamiento peca de formalismo y atribuye a las reglas y a las instituciones poderes que, de hecho, no tienen. La clave no radica tanto en reformar la Constitución (tarea que, sin embargo, debe abordarse para algunas cuestiones concretas), Sino en cambiar las rígidas estructuras de los partidos (y también de los grandes grupos de interés), esto es, de los máximos protagonistas del proceso político.

A la hora de proponer medidas concretas Mateu de Ros enumera un amplio catálogo que puede tomarse en consideración, aun siendo siempre posible introducir nuevas variantes. Sobre el papel no parece mala idea rediseñar el mapa autonómico de España, pero creo que es una tarea sencillamente imposible en la práctica. Sería menos complicado crear nuevas comunidades autónomas que reducir su número, pues está claro que toda estructura de poder tiende a permanecer y a reproducirse. Aun siendo hipotéticamente deseable reducir, por ejemplo, a la mitad las 17 comunidades actuales, las resistencias políticas y burocráticas lo harán inviable.

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En cambio, discrepo radicalmente de su propuesta electoral. Las supuestas bondades del sistema mayoritario no compensan sus muy numerosos inconvenientes, algo perfectamente constatable en los países que se rigen por esta fórmula (basta ver el aumento de las críticas en el Reino Unido). Por lo demás, en España tendría consecuencias políticamente desestabilizadoras: en mi opinión es suicida dificultar al máximo la representación parlamentaria en las Cortes de los partidos nacionalistas periféricos (habría que introducir elevadas cláusulas estatales de exclusión). Al respecto cabe hacer las siguien tes consideraciones: en un Estado plurinacional como es España (Mateu de Ros se refiere a tal realidad a la vez como nación unitaria y como conjunto plurinacional) es obligado preservar elementos político-institucionales integradores propios de la democracia de consenso en términos de Lijphart. En este sentido, es indispensable incorporar a los partidos nacionalistas periféricos en tareas de Estado. A continuación hay que señalar que si el partido bisagra fuera de ámbito estatal la cuestión de la reforma electoral en sentido mayoritario ni se plantearía, aunque su porcentaje español de votos fuera del 5%, similar al de CiU. Es decir, jurídicamente es indiferente que los votos de los ciudadanos estén concentrados en una parte del territorio o dispersos en todo el Estado, pues valen lo mismo con independencia de su procedencia. Debería asumirse, de una vez por todas, que las formaciones nacionalistas forman parte del sistema político español general, y ello con carácter permanente, pues, guste o no, ésta es la realidad.

En cambio, comparto las propuestas de limitación de mandatos potenciación de la democracia directa, reforma de los partidos, nuevo Senado y refuerzo de las garantías. Sin magnificar el alcance real de tales cambios, es evidente que sí permitirían una profundización democrática, aunque seguramente -a la hora de concretarlos- el debate no será ni pacífico ni fácil. Pero otras propuestas me parecen regresivas: reintroducir el recurso previo de inconstitucionalidad supondría abrir otra vez la indeseable posibilidad de que el Tribunal Constitucional se convirtiera en "tercera cámara" y bloquear la política legislativa de la mayoría. Desarrollar los "poderes arbitrales" de la Corona podría desnaturalizar a la Monarquía parlamentaria y romper el consenso general sobre la institución. Sugerir el autogobierno del Poder Judicial implicaría en buena lógica elegir de modo íntegramente corporativo al Consejo General. Por último, la elección directa (popular) del presidente del Gobierno es una fórmula tan atípica (sólo existe en Israel desde este año) que es preferible dar tiempo para ver cómo funciona. Por lo demás, este mecanismo no nos es completamente desconocido, pues en algunas comunidades autónomas se aplica: gobiernos socialistas minoritarios en Navarra y Andalucía probaron antaño la rigidez y los inconvenientes tan poco parlamentarios de investir automáticamente a la minoría mayoritaria. En suma, hay que relativizar el alcance de las operaciones de ingeniería constitucional, pues no son las normas las que "salvarán" al sistema, sino los cambios de los actores políticos. El actual debate de la transición política italiana prueba el error de magnificar el limitado alcance materialmente transformador de las reglas. La democracia es un sistema que, en cualquier caso, requiere un alto grado de consenso y compromiso generales entre las élites (centrales y periféricas), de ahí que toda propuesta de reforma constitucional -que, por definición, afecta a cuestiones básicas y vitales para todos- no pueda ignorar este imperativo político de realismo y de prudencia.

C. R. Aguilera de Prat es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Barcelona.

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