“Una farola de señales luminosas”
El primer semáforo de Madrid se colocó en la Gran Vía esquina a Alcalá en 1926, hace 70 años
Los madrileños no entran fácilmente por el aro. Si viviera José María de Arestizábal, regidor de la capital en 1929, podría dar fe de ello. El 5 de enero de aquel año, el diario Liberal le echaba un cable y titulaba: "El alcalde explica de nuevo el significado de los tres colores de las señales luminosas". Arestizábal ponía todo lo que podía de su parte para vencer la resistencia de los que hasta entonces habían sido simples viandantes a convertirse en peatones.
Madrid lo necesitaba porque el número de coches particulares, 7.000, había superado en un millar al de carros de tracción animal. Tres años antes, en 1926, se había colocado el primer semáforo en Alcalá esquina a Gran Vía. Pero los transeúntes hacían caso omiso de aquel extraño y llamativo artilugio y no acababan de enterarse ni de confiar en el coloreado invento. Si el verde y el rojo presentaban dificultades, con el ámbar no había forma de aclararse. Aquel alcalde se habría quedado perplejo si pudiera ver que 70 años después el semáforo se ha convertido en un instrumento imprescindible para ordenar el tráfico, y que los madrileños interpretan sin complicación alguna su continuo pestañeo. Diez mil de estos sencillos aparatos consiguen hoy día el milagro de que tres millones de personas y un millón y medio de vehículos se crucen en las calles por riguroso turno.
No se trata de una broma. Todavía en 1940, el primer edil, Alberto Alcocer, recordaba en un bando a los ciudadanos "que están obligados a cruzar las calzadas con marcha acelerada", y un periodista del diario Madrid aludía en 1947 a la confusión producida por "el tránsito de luz verde a luz roja, pasando por esa luz amarilla, de color mortecino, que es la causa de sustos y atropellos". Además, juzgaba admirable a 11 ese transeúnte ceremonioso que, aún en plena luz verde, no pasa, temeroso de que aquello se interrumpa inopinadamente".
Esta torpeza semafórica de los madrileños, que muy sabiamente se negaban a dejarse comer el terreno por los coches, fue duramente criticada en algunos periódicos. Un columnista de la revista Transporte, mosqueado por tan recalcitrante indisciplina, llegó a calificar de vagos a los viandantes, y les acusaba de "perder el tiempo paseando y obstruyendo la calzada".,
"Las gentes que trabajan con carruajes", reivindicaba, "tienen derecho a circular libremente por las calles sin que se opongan a ello la legión de holgazanes que, descaradamente y alentados por la prensa, invaden la parte reservada a los carruajes".
El antiguo Reglamento de Tráfico aconsejaba, entre otras medidas, andar pausadamente, cruzar agrupados, no detenerse a conversar, no formar corrillos, y no liar cigarrillos al cruzar la calzada. Las multas a los infractores oscilaban entre una y cinco pesetas, e incluso podían ser llevados al juzgado por desobediencia.
Vicente Andrés García, un madrileño de 63 años, no se extraña en absoluto del estupor que causaron los primeros semáforos, que, explica, "se colocaron pensando en los coches y no en los peatones", como ha quedado claro. En 1952, se incorporó como electricista a la Sociedad Ibérica de Construcciones Eléctricas (SICE), empresa que introdujo las primeras señales luminosas para regular el tráfico en España y que este año celebra su 75º aniversario. Con este motivo, ha editado un libro, Luz ámbar, que recoge numerosas e increíbles anécdotas, como las que aquí se cuentan. En 1960, Vicente pasó a ocuparse del mantenimiento de los semáforos de la capital. Era el único que lo hacía, y durante 30 años recogió con detalle en un diario las vicisitudes de su oficio, que no eran pocas. Aunque sólo había en la capital 200 cruces señalizados -ahora hay 1.525- no le faltaba tarea ya que las señales no estaban informatizadas y los problemas mecánicos eran habituales.
Pero el veterano electricista se las sabía todas. Cuenta con satisfacción que un reportero, empeñado en demostrar el mal funcionamiento de los semáforos, solicitó acompañarle para comprobar in situ su teoría. Vicente lo subió a su moto y durante casi una hora lo tuvo dando vueltas por la capital sin que les pillara ni un solo semáforo en rojo.
Desde los primeros modelos, el diseño ha variado muy poco. "Muchos se acordarán de la franja roja y blanca con la que se pintaron durante muchos años. Pero al ir aumentando su número, nos dimos cuenta de que llamaban demasiado la atención. Parecían auténticas plantaciones. Nos decidimos entonces por el color verde oliva que lucen ahora, y que se asemeja a las hojas de los árboles. También llevaban incorporado un timbre para indicar los cambios de tonalidad, pero se eliminaron por exceso de ruido".
Una afección de corazón obligó a Vicente a retirarse en 1990, antes de la edad dejubilación. Pero reconoce que tiene deformación profesional. Advierte si los semáforos están bien sincronizados o si su ubicación es correcta. El Ayuntamiento madrileño tuvo que darle la razón cuando se colocaron las primeras señales en la zona de Concha Espina. El, hizo su propuesta, pero los responsables municipales creyeron tener una idea mejor. Al cabo de un mes colocaron las señales exactamente como Vicente les había dicho.
Poco a poco, los semáforos fueron sustituyendo al tradicional guardia de la porra. A finales de los años cuarenta, todavía quedaban políticos que se apiadaban de los sufridos peaones. El alcalde Moreno Torres acordó que los semáforos no funcionaran durante el verano para que los ciudadanos no tuvieran que esperar a pleno sol el permiso para cruzar. Si la medida resulta sorprendente, los resultados aún más: no hubo grandes problemas de circulación. Tampoco faltaron las coplillas para ayudar a los viandantes a memorizar: "Detente si luce el rojo / porque quiere decir ¡ojo! /Cuando sale el amarillo / te esperan un momentillo. / Y si el verde ves brillar/ te decides a cruzar./ Si luce el intermitente / cruzar muy prudentemente".
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