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Terraza Riscal

En un principio fueron los sótanos del número 11 de la calle Riscal, que desemboca en la Castellana. Mediados los años cuarenta, recién concluida una guerra civil y creo que terminada, también, la Segunda Guerra Mundial. Dejen ustedes de lado, por sabidas y tantas veces descritas, las muchas dificultades, carencias y padecimientos que son secuela de tan extremas situaciones. Aunque suene extraño y estrafalario, lo que recuerdo de aquellos tiempos -¡más de medio siglo!- es el fervoroso deseo de mucha gente por olvidar, o al menos superar, los amargos tragos circunstanciales. Entre los muchos lugares de esparcimiento y diversión que resucitaron en aquel Madrid estaba Riscal, que se constituyó en lugar de encuentro y referencia, donde se combinaban y mezclaban el restaurante, la sala de fiestas y lo que genéricamente se denominaban boites. Fueron los sótanos de lo que pasaba por casa señorial. Abría a media tarde y sus frecuentadores solían ser parejas que, muy a menudo, llegaban separadas mirando a derecha e izquierda, como si recelaran la vigilancia conyugal o paterna. Las paredes, de boisserie, quizá simple contrachapado, amortiguaban el sonido, empeño ocioso, para la sigilosa clientela. Después, el cotarro se animaba con una pequeña orquesta, servicio de cocina y baile, que duraba hasta la hora oficial del cierre, alrededor de media noche.El dueño y animador del negocio era un personaje singular, procedente de una renombrada estirpe de restauradores que, ya en la Monarquía, explotaban un comedor famoso, Casa Camorra, en lo alto de la Cuesta de las Perdices, aquel repecho coronado por los automovilistas, conocidos sportsmen, que soltaban las llaves del Bugatti con un supremo gesto esnob: "No te doy la mano, apesta a volante". Por causas que nunca supe, el restaurante de las cercanías no obtuvo la licencia de apertura. Una de las interpretaciones es que se encontraba cerca de El Pardo y razones de seguridad o acústicas rechazaban, sistemáticamente, su reinstalación. Alfonso Rey, que asumió el mote con naturalidad, Alfonso Camorra, se convirtió en uno de los personajes más populares de la ciudad cuando decidió acondicionar y abrir la terraza de la calle Riscal, que llega al éxito con gran rapidez por la conjunción de dos ingredientes básicos: la paella y algunas prostitutas de postín.

Parece ser que no hay cosa más sencilla de cocinar que este plato, para que resulte, al menos, tolerable al paladar. Popularizada, internacionalizar la paella fue uno de los triunfos de la década. Entrados en los cincuenta, las paellas de Riscal se envían a todas partes del mundo, utilizando, en los libramientos internacionales, el servicio de Iberia, que entonces funcionaba a plena satisfacción. El otro componente era meticulosamente seleccionado no sólo por la aceptable presentación física, el aspecto externo, elegante, y el comportamiento, refinado y decoroso. La primera parte de cada noche se reservaba a la cena. Mediado el segundo plato, la orquesta atacaba música "para escuchar": zarzuela, piezas clásicas ligeras, divertimentos en suma. Hubo atracciones, y de primera. Allí cantó durante años Gloria Lasso con Los Tres de Castilla; incluso sonó el violín de Kurt Dogan.

Antes de terminar la comida se escuchaban los compases de las piezas bailables. Con suavidad, minuciosamente controladas, transcurrían las horas. La primera clientela era de gente burguesa, familiar, entremezclada con la abundancia de catalanes que acudían a trenzar sus negocios en el Ministerio de Comercio, pernoctaban en el Palace -donde, por cierto, se expresaban sin la menor cortapisa en su lengua, como era natural- y solían elegir compañía entre aquellas jóvenes. Llegada la hora del silencio, seguía la tertulia masculina o se contrataba el favor de las chicas. La cotización descendía hacia la madrugada y eran conocidos los habituales que esperaban pacientemente la amortización a la baja. La condición veraniega fue prolongada a todo el año, con el preciso cerramiento.

Riscal era bastante más. Un modelo de restauración, de disciplina entre el personal, directamente pastoreado por Manolo Palomero, un maítre sensacional y hábilmente dirigido por Alfonso Camorra en tiempos en que muchas cosas no eran fáciles. La terraza fue, durante algunos años, una luz amable sobre los techos de Madrid.

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