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Tecnorrepresión

Puesto que todo el mundo está asustado con la pérdida del empleo, los empleados se agarran desesperadamente al puesto. El panorama es qué mientras unos no encuentran qué hacer otros no tienen tiempo para hacer nada o no hacer más que entregarse a la productividad.Estados Unidos, ocupa hoy el primer lugar de la productividad del mundo y tiene un desempleo del 5,4%. Pero es más verdad lo primero que lo segundo. Al paro oficial debería sumarse según Jeremy Rifkin (The End of Work) un 7% más de subocupados o desempleados sin censar. Los norteamericanos que poseen un empleo están faenando actualmente más horas que hace cuarenta años. Y, según, Rifkin, más del 25% de los ciudadanos de Estados Unidos dedican al trabajo 49 o más horas a la semana. Trabajo, en la mayoría de los supuestos, duro y puro, sin sobremesas, cafelitos, desayunos a las once, y otras amenidades mediterráneas. Durante las tres últimas décadas el trabajo se ha incrementado en 163 horas anuales, un mes de esfuerzo más al año. La consecuencia es que, como los japoneses, empiecen a caer como moscas.

Lo que en Japón ha tomado el nombre de karoshi, una enfermedad con síndromes de fatiga crónica, aumento de la presión sanguínea, riesgo de ataques al corazón, se repite en Estados Unidos en forma de ansiedades, agresividad y stress. Cuando a los americanos se les pregunta si estarían dispuestos a cobrar un 7% menos de su sueldo a cambio de algo más tiempo libre, un 76% contesta siempre afirmativamente pero esto no cambia las cosas. Los hijos no ven a sus padres o los ven de mal humor. El aumento de la criminalidad adolescente, la depresión infantil y juvenil, el mayor desapego familiar y los problemas de incomunicación configuran los efectos más visibles. Según un estudio nacional de Juliet Schor (The Overworked American) el tiempo que los padres disponían para estar con sus hijos ha bajado desde 1960 en más de 10 horas para las familias blancas y en más de 12 para las negras. No es extraño que la media de conversación diaria entre padres e hijos, sea de siete minutos los días laborables.

¿Tiene sentido esta clase de vida? No sólo el sentido parece un sinsentido, tampoco hay una necesidad fatal. La primera revolución industrial, a mediados del siglo XIX, redujo la jornada semanal de 80 a 60 horas. La segunda, en los años veinte, la acortó de sesenta a cuarenta. Actualmente, las tecnologías permitirían reducirla a 30 o incluso a 20 horas semanales, según André Gorz o Touraine. La medida ha sido ensayada por algunas empresas alemanas. Pero sólo algunas. El resto y los modelos norteamericanos en cabeza, no obdecen a esa dirección. Tal como sucedió en 1933, en que por presión de los líderes de empresa se vetó la jornada de 30 horas aprobada por el Senado, el capital se encuentra muy complacido absorbiendo los incrementos de productividad de estos anos y no muestra interés en repartir beneficios en salarios, en empleos, o en recortes de jornada. ¿Hasta cuándo? Una respuesta es hasta que aparezca una oposición comunitaria y sindical suficientes. Otra respuesta es, hasta que el desempleo y la pérdida de capacidad de compra amenace sus ventas.

Entre tanto, mientras la vida para una buena parte de la población es el ayuno laboral, para otros acaba siendo un empacho. Las mujeres, en particular, llegan a estar ocupadas hoy, entre trabajos domésticos y extradomésticos, 80 horas semanales, según una investigación de Roediger y Foner. Contra los pronósticos, el tiempo libre en el paradigmátio Estados Unidos se ha reducido en una tercera parte desde los años cincuenta.

¿Es razonable esta sinrazón? Es de razón que la calidad de vida prevalezca y que el trabajo se distribuya para vivir mejor y más. La tercera revolución industrial será ficticia o represiva en tanto la revolución social no se realice. A estas alturas, los himnos de la innovación tecnológica están sonando día tras día como las cornetas de una reinventada explotación.

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