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Tribuna
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Ciruelas de embajada.

Cuando el lunes pasado en una cena de embajada vi un frutero magnífico supe que no podía ser sino del mercado de San Gracián. Sólo allí se venden esos melocotones con piel de bailarina, esos duraznos que se deshacen con la lengua, esas cerezas con las que se debería poder hacer collares. Aún estábamos en los quesos. Mientras pasaban, y también los dulces (ya se sabe lo reposteros que son los diplomáticos), me estuve preguntando con ansiedad creciente si esas fresas, picotas, clementinas que rebosaban los floreros napolitanos seguirían siendo casi únicas. Parecía que sí. Pero en una embajada no hay que fiarse nunca del aspecto.Probablemente el Mercado de San Gracián les sonará como el Hospital de San Carlos o el Arco de Toledo: seguro que están en Madrid pero no sabrían decir dónde, ni a qué se parecen. Algo similar ocurre desde hace un tiempo con el mercado de San Gracián, que de ser proveedor de Palacio fue poco a poco sustituido en la memoria pública por mercados cada vez más grandes, más fríos y con más plástico envolviendo los alimentos. Así fue cómo se fue quedando en mercado de barrio. Vivir para ver.

Aunque no es una teoría que compartan muchos madrileñistas -los madrileñistas se ponen muy nerviosos con todo lo que cuestione su partida de bautismo y su entusiasmo-, la experiencia me hace sospechar que la decadencia de San Gracián no fue algo casual, o inevitable por el ácido del tiempo, o matemáticamente determinado por las ecuaciones metálicas de la estadística, el urbanismo y la libre competencia. Yo creo que ahí alguien metió mano.

Pues además de ofrecer un género como el que ya no recordamos, desmemoriados por los opiáceos de la agricultura industrial, en San Gracián ocurrían cosas que hoy cuesta imaginar. No había voces, por ejemplo, indicándonos desde lo alto qué debíamos comprar y qué no, ni hacía falta comprobar en la letra pequeña de qué alquimias había salido el aspecto -ya que no el alma- de las berenjenas. En San Gracián un tomate era un temate. Siempre. Imagínense.

Y si no. lo era, ahí estaba el tendero para advertirlo. Más que en la satisfacción del cliente, el tendero fiaba a la sinceridad absoluta su futuro. Sabía que un cliente engañado es un pésimo negocio y advertía: "No se lleve ese melón, señora, que no sabe". Y ahí mismo, como un gran señor, rompía el melón para que la señora viera que no era cuestión de negocio sino de principios. La clientela respondía con idéntica y subversiva lealtad: compraba lo bueno antes que lo malo. Imagínense también. Como pueden atestiguar los viejos, ese era el barrio con más noviazgos y más zarzuelas de Madrid, con más niños, y donde la ropa ondeando en las corralas tenía más colores y era más alegre.

No quisiera hacer creer que la marginación de San Gracián se debió al consabido compló de la gran industria, incapaz de aceptar la clase de los minoristas. En esos casos los grandes suelen hacer a los pequeños una oferta que no pueden rechazar y aquí paz y después gloria. Sospecho que si se produjo fue porque la ciudad no era capaz de aceptar lo de "un tomate es un tomate", fórmula tan revolucionaria que no podríamos aplicar a más de dos valores sin hacer saltar la Bolsa, ni a más de dos películas sin hundir la industria, ni... etcétera. En San Gracián el aspecto de las manzanas era secundario. Sólo importaba como crujían al ser mordidas, y a qué sabían, y la lealtad en el duelo de la manzana y de los dientes. Así de simple.Y ahí estaba yo, sentado entre dos damas perfumadas pero de charla tan previsible que parecían modelos de Barbie Embajadora, preguntándome qué pasaría cuando me llegara el frutero en el que las ciruelas, más que frutas, parecían pecados. ¿Lo serían aún? ¿Habían vuelto a serlo? O eran sólo aspecto. Escuchando pues el perfume de la señora izquierda, me serví un melocotón, una ciruela, y seis parejas de cerezas. ¿Demasiado después de tanto queso y tanto dulce? Según. Cenar ciruelas que no sólo sean fotografías es desde hace tiempo un privilegio.

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