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Extremos convergentes

Recuerdo una frase terrible del Neruda de los años cincuenta, el anterior a la muerte de Stalin. "Si las hienas escribieran", declaró en alguno de sus viajes o en alguno de sus regresos a Chile, "escribirían como T. S. Eliot, Franz Kafka o William Faulkner". Yo, que acababa de ser llevado a la casa del poeta en el barrio santiaguino de Los Guindos por un amigo común, me quedé consternado. La frase coincidió, si no recuerdo mal, con los preparativos de un Congreso de la Cultura en Santiago de Chile, allá por los comienzos de 1953. Ahora pienso que fue parte beligerante, aquella frase, de dichos preparativos, realizados por el comunismo criollo dentro de la más pura atmósfera de guerra fría, y sospecho que mi discreta desaparición de las comisiones preparatorias estuvo relacionada con ella. Volví a las tertulias vinosas, noctámbulas, de los escritores del grupo de La Mandrágora, de los amigos de Vicente Huidobro, y pronto sacamos una declaración pública en la que anunciábamos nuestro deseo de participar en el muy discutido congreso, pero con la condición de que nos permitieran debatir sobre los problemas de la cultura bajo Stalin. La declaración, como se comprenderá, no tuvo la menor respuesta. Uno de los personajes que la firmó en calidad de escritor, a pesar de que no aparecía en aquellas tertulias, fue Eduardo Frei Montalva, quien entonces debe de haber sido un todavía joven diputado.Muchos años más tarde, en circunstancias que ya eran muy diferentes, me atreví a decirle al poeta que los tres autores que él había comparado con las hienas formaban parte de mi antología, personal de la literatura contemporánea. ¡Junto, entre otros, al autor de Residencia en la tierra y de El Gran Océano! Pues bien Neruda sabía registrar estas cosas, pero no era proclive a los grandes arrepentimientos. Me imagino, porque no recuerdo su reacción con exactitud, que se limitó a sonreír en forma enigmática y a encogerse de hombros.

Eran tiempos endiabladamente confusos, y hoy día tenemos que admitir, para ser justos, para alcanzar por fin una visión más o menos equilibrada, que la confusión no era patrimonio exclusivo de un solo lado. Ahora acaba de aparecer en Inglaterra, en las, ediciones de la Universidad de Cambridge, un libro cuyo título) es el siguiente: T S. Eliot, antisemitismo y forma literaria. El autor es el profesor Anthony Julius, especialista en Eliot, abogado y, entre otras curiosidades, representante legal de la princesa de Gales en su juicio de divorcio con el príncipe Carlos. ¡No está mal constatar, después de todo, que la excentricidad, con todas sus connotaciones literarias, todavía se cultiva en Inglaterra!

Según se desprende del libro del profesor Julius, hoy día estaría plenamente, demostrado que T. S. Eliot, el autor de Miércoles de ceniza, de La tierra baldía, de Cuatro cuartetos, poemas que sabía casi de memoria cuando llegué por primera vez a la casa de Los Guindos, fue un antisemita declarado en su juventud, y más disimulado, aunque aparentemente no arrepentido en sus años maduros. Julius pretende probar que el antisemitismo de Eliot no era un elemento ajeno a su poesía, como lo han tratado de mostrar otros críticos. Sostiene, por el contrario, que era un motor, una emoción o, si se quiere, una perversión, que infundía vibración y originalidad a su lenguaje.

El libro de Julius dedica algún espacio, como es inevitable, a un aspecto muy conocido de la formación de Eliot: su descubrimiento de los poetas franceses simbolistas, así bautizados, precisamente, por la crítica de Inglaterra. Insiste, sin embargo, en otra vertiente intelectual asimilada por Eliot en Francia: la del nacionalismo antirrornántico y antisemita del grupo de Charles Maurras y del diario L'Action Française.

Cuando se habla de Eliot y de los simbolistas, es decir, Verlaine, Rimbaud, Gérard de Nerval o Jules Laforgue, hay que añadir otro nombre esencial de la poesía francesa del siglo XIX, el de Charles Baudelaire, cuyas visiones sombrías de la gran ciudad moderna son recogidas e insistentemente citadas en La tierra baldía. Al reflexionar de nuevo, después de largos años, sobre Eliot, al relacionarlo indirectamente con Neruda, veo con evidencia algo que antes no había alcanzado a ver: las fuentes de inspiración común, la filiación literaria compartida, a pesar de toda, a pesar, desde luego, de ellos rnismos, por ambos poetas. Neruda no tenía absolutamente nada que ver, desde luego, con el ultranacionalismo, el monarquismo, el catolicismo conservador, medievalista, de Charles Maurras y sus seguidores, corriente que marcó al joven T. S. Eliot. Se puede sostener, en cambio, que la gran revelación literaria de su juventud, desde sus años de adolescencia en Temuco, fue la poesía de Baudelaire y la de los franceses del simbolismo. Al fin y al cabo, lo primero que encontré, al entrar a la gran biblioteca de Los Guindos, aparte de una fotografía de Walt Whitman, que representaba la vena épica social del dueño de casa, fue una fotografía de Charles Baudelaire y otra de Rimbaud. En las estanterías estaban las ediciones originales de Baudelaire, de Jules Laforgue, de Tristan Corbière.

En la cultura de Occidente, incluida la periferia de Occidente (no olvidemos que Eliot era norteamericano, como su amigo Ezra Pound), no existe la mera coincidencia. La visión baudelaireana de la gran ciudad fántasmagórica, depresiva, demoníaca, cortada de la naturaleza redentora y saludable, constante en Las flores del mal, se prolonga en La tierra baldía (" Unreal city!") y en Residencia en la tierra ("Sucede que me canso de ser hombre / Sucede que entro en las peluquerías y en los cines..."). Podríamos, entonces, dejar sugerida, esbozada, una pregunta, pregunta que quizás es una de las claves contemporáneas: ¿por qué y cómo la comunidad de inspiración intelectual y estética, y a la vez la abismal, radical divergencia ideológica? Neruda revisó su estalinismo de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, pero lo revisó, en definitiva, en forma discreta, sin salirse del comunismo ortodoxo, tratando de evitar a toda costa que esta revisión suya fuera utilizada por el bando contrario. Eliot, antisemita y nacionalista confeso en los años veinte, optó más tarde por guardar un silencio relativo. Empleo el término "relativo" con buenas razones. El profesor Julius se encarga dé recordarnos que cuando Charles Maurras fue condenado en 1945 por colaboración con el nazismo, T. S. Eliot escribió un artículo en homenaje a él. Eran los mismos días en que su amigo Pound estaba encarcelado, acusado de alta traición por haber participado en la propaganda bélica de Mussolini.

Si examinamos la paradoja de los orígenes literarios comunes en poetas tan diferentes, empezamos a encontrarnos con sorpresas. La poesía de Baudelaire, la de los simbolistas, era, en resumidas cuentas, una poesía de rechazo de la modernidad, de angustia profunda frente al desarrollo de las sociedades industriales. Había recibido esta visión del romanticismo, sobre todo el de Inglaterra y Alemania, y se la dejaría en herencia al modernismo hispanoamericano, el de Rubén Darío y sus seguidores. A partir de un rechazo muy semejante, T. S. Eliot y Ezra Pound elaboraron conjeturas, suposiciones, esbozos de utopías, basadas en la nostalgia de un pasado mítico, de una Edad Media integrista, ajena a la economía del dinero y a la usura. Neruda siguió el camino inverso: el de un utopismo orientado al futuro, que renegaba del capitalismo en nombre de una especie de mesianismo comunista. El tema recorre Las uvas y el viento, libro escrito en vida de Stalin, y reaparece años después, de un modo extrañamente mítico, despolitizado, en La espada encendida.

No es posible, claro está, dilucidar cuestiones tan complejas en pocas líneas. Pero la aplicación a dos poetas tan diferentes en todo sentido de los métodos de la literatura comparada, con su espíritu necesariamente conjetural, hipotético, ensayístico, no deja de ser sugerente. Uno se pregunta, entre otras cosas, si la reconciliación con el mundo moderno, con el capitalismo contemporáneo, no implica el fin de la gran poesía, con sus extremos en el fondo convergentes, y se pregunta, además, si esta reconciliación, que hasta ahora ha seguido un camino tan accidentado, es siquiera posible.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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