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Las raíces de las naciones

Si a los vascos, a los catalanes, a los belgas y a los quebequeses, a los bosnios y a los macedonios, y tal vez también, por qué no, a los mismos lombardos, se les pregunta en qué nación vivirán dentro de 10 años, responderán que no tienen ni idea.Desde luego, es un fenómeno tremendamente extraño, porque en todos los casos se trata de poblaciones inscritas en una historia, una cultura, un territorio, a veces una religión, a veces una lengua... En resumen todo lo que constituye una nación. A pesar de ello, puede decirse que los ucranios, los chechenos e incluso los palestinos parecen más seguros del marco en el que se desarrollará su futuro que las poblaciones de Barcelona o incluso de Milán.

Subrayemos que este fenómeno no es el resultado de una falta de sentimiento nacional. Es todo lo contrario: es la exaltación de una pertenencia regional, que se infla y se dilata hasta alcanzar su plenitud en una afirmación de autonomía nacionalista. Es una especie de nacionalismo -regionalista que ha llevado a los checos y eslovacos a separarse, puede que de forma pacífica, pero totalmente.

Es una especie de divorcio por consentimiento mutuo. Un buen día deciden que ya no quieren vivir juntos. Ya sea porque se da uno cuenta de que la incompatibilidad es más fuerte que la complementariedad, ya sea porque de repente se ve uno invadido por una especie de inflación vanidosa de la voluntad de autonomía, como si afluyera a las venas una especie de sangre individual igual que la savia que empieza a subir desde las raíces. Por lo demás, ésa es precisamente la palabra: se empieza a hablar constantemente de las "raíces".

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Se pone, pues, de manifiesto qué, al contrario de lo que había predicho Marx,. la nación no ha sido más condenada por la historia que la religión. Por lo demás, Stalin lo comprendió rápidamente en la época en que meditaba sobre las "nacionalidades". En el famoso congreso de Bakú de 1920 se preconizó el respeto a las naciones, las nacionalidades y los sentimientos nacionales con tanta fuerza como el internacionalismo. En cambio, lo que aparentemente no previó Stalin, y ni siquiera Tito, es que la desintegración de los comunismos imperiales iría seguida de una afirmación tan vigorosa de la pertenencia nacional.

Sin duda, se había soñado que la mundialización de los intercambios, la babelización de las lenguas, la interpenetración de las culturas, la supresión de las distancias por los medios de comunicación, la importancia de los flujos migratorios en todas las direcciones y la necesidad de resolver los problemas globales a escala mundial llevarían al hombre del siglo XXI a recorrer el camino que va de la madre patria a la tierra patria, a convertirse en ciudadano del mundo en una "aldea global". Afortunadamente, nunca faltan los utopistas de lo universal.

El primero en pronunciarse en contra de esa idea fue el filósofo polaco Lezlek Kolakowski, primero marxista y después católico, actualmente profesor emérito en Oxford. En un folleto poco traducido, y titulado precisamente La aldea inencontrable, Kolakowski demostraba que todas las causas que supuestamente producirían un ciudadano del mundo suscitaban por el contrario tal sentimiento de soledad y de angustia en el hombre que éste sentía la necesidad de replegarse sobre el pasado la familia, la religión y la nación. No hay patriotismo planetario. En todo caso, para que lo hubiera, tendría que descubrirse otro planeta habitado por una población que amenazara a la nuestra. El sentimiento de peligro siempre es un sentimiento federador. Pero, a la espera de esa improbable perspectiva, el individuo es presa del vértigo si se suprime su entorno. El concepto de universalidad es mortífero cuando se vive solo. Como todos los conceptos, es abstracto. El filósofo Alain terminaba todas sus clases diciendo: "Y no lo olviden nunca: el concepto de perro no muerde".

Entonces, ¿aldea global o aldea inencontrable? Ni lo uno ni lo otro, exclama el sociólogo estadounidense Huntington. El futuro más inmediato es "el choque de las civilizaciones". Huntington afirma que las divisiones entre países ricos y pobres, entre democracias y regímenes totalitarios, dejarán de ser decisivas, porque ya no existe un mundo comunista ni un Tercer Mundo separados del mundo libre y desarrollado. Según este autor, las civilizaciones y sus posibles conflictos dominarán la escena mundial como lo hicieron en su día las dinastías, los Estados nacionales y los sistemas ideológicos. Los hombres se reunirán en torno a varios polos de civilización (el gran historiador británico Arnold Toynbee había identificado 21 grandes civilizaciones): las civilizaciones occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslavo-ortodoxa, latinoamericana y tal vez africana.

Según Huntington, los hombres pertenecientes a distintas civilizaciones tienen puntos de vista divergentes acerca de las relaciones entre Dios y el hombre, entre el individuo y el grupo, el ciudadano y el Estado. Los procesos de modernización económica y de evolución social en todo el mundo alejarán a los hombres de las antiguas identidades locales, regionales y nacionales. Esos procesos también debilitan al Estado nacional como fuente de identidad: sólo quedan la religión y la civilización. Debemos preguntarnos entonces si las naciones pueden o quieren reunirse (o separarse) según criterios o necesidades: 1) históricos; 2) económicos, 3) étnico-religiosos, o 4) de civilización.

Señalemos que, de momento, Huntington no parece responder en absoluto a la pregunta que plantean todas las poblaciones que hemos enumerado al principio de este artículo y que reclaman su autonomía. Los, catalanes quieren ser independientes, pero no puede decirse que su civilización no esté marcada por la hispanidad. Entonces, ¿dónde está ese famoso choque de civilizaciones? Algunos responden que el futuro pertenece a la unión de regiones dentro de una misma cultura. El ejemplo es Europa, que mañana podría convertirse en la nación de todos los europeos. He leído que un líder lombardo había declarado que le resultaría más fácil llevar la carga del sur de Italia sí su región pudiera adherirse de forma autónoma a Europa. Eso no es del todo una locura. Ya existen conjuntos económicos regionales: Barcelona reina sobre una parte del sur de Francia, y la ciudad francesa de Lille se integra entre todos los países vecinos del norte. Pero no se ve un empuje irresistible hacia la disolución de las naciones.

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De hecho, los especialistas de la geopolítica piensan sobre todo en el islam y en las naciones confucianas. En cualquier caso, en este fin de siglo y de milenio no se debe subestimar la importancia cada vez mayor de la inspiración tradicionalista, irracional y mítica en nuestras sociedades.

Pero hay que llevar más lejos el análisis. Lo más original que hay en lo que le está ocurriendo a la humanidad es que, al contrario de lo que afirma Huntington, el gran debate del siglo no divide a los hombres, sino que penetra a cada uno de ellos.

¿Cuál es ese debate? Es el que encarna el conflicto. entre el conservadurismo y el progreso, el vagabundeo y el arraigo, la mundialización y los particularismos, el individuo y la comunidad; en resumen, entre la tradición y la modernidad. De todas formas, el que el voluntarismo cultural triunfe frente al fatalismo civilizacional depende en gran medida de nosotros mismos. Y, por mi parte, creo que el marco más conveniente para esa lucha es, en primer lugar, el marco nacional, y después, la federación de naciones.

En un futuro próximo, puede que haya convulsiones autonomistas en casi todas partes, polvaredas de microestados étnico-religiosos que querrán vivir a la sombra de su bandera. Pero eso es señal de una crisis no de un destino.

Jean Daniel es director del sernanario francés Le Nouvel Observateur.

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