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Orgullo chino

El presidente chino, Jiang Zemin, no tiene los modales de lord Byron. Se sabía y se ha vuelto a comprobar. Nadie debe sorprenderse. Ojalá se limitaran sus salidas de tono a peinarse delante de su anfitrión real español. El mundo es consciente de que los chinos son, ante todo, muchos, y de que aquel inmenso país es una gran potencia emergente, cuya influencia en el siglo XXI será ingente, y no sólo en Asia y el Pacífico. Hacen, por tanto, bien todos, incluida España, en cortejar a tan atractivo socio.Y sin embargo, sí convendría que esta carrera por la conquista de aquel mercado ansioso no hiciera olvidar tercas realidades. No porque puedan afectar a nuestra maltratada autoestima occidental como demócratas y valedores de los derechos humanos universales. Más bien porque ignorarlas alimenta tendencias preocupantes en China. No sólo, para disidentes o prisioneros de campos de trabajo en régimen de esclavitud.

Las amenazas a Alemania porque su Parlamento acuerda condenar la sistemática violación de los derechos humanos por parte del régimen de Pekín o la muy poco educada forma de intimidar a los chinos de Taiwan, las ejecuciones o las detenciones de periodistas críticos, son algo más que una lata. Son gestos de una prepotencia que debiera molestarnos más de lo que lo hace.

El renacer del orgullo chino es saludable para esa nación milenaria. Ha sufrido mucho. Y está claro que sus intereses habrán de ser tenidos muy en cuenta en el futuro. Pero el matonismo del que hace ahora gala ese híbrido de nuevo rico, tradicionalista asiático y comunista irredento que es el régimen de Jiang Zemin debe preocuparnos a todos. Una cosa es presumir de mercado y otra hacer gala de que no se respeta nada de lo que el mundo democrático aprecia.

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