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La Política del erizo calenturiento

La política y la religión se confunden en España con demasiada frecuencia. Nación católica, al fin y al cabo, la secularización ha ido avanzando con paso tardo y difícil. Entre nosotros ha existido una tradición que ponía a la religión como fundamento del orden político: la de Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y sus amigos catalanistas. Esta tradición sostenía que la nación, el Estado, no podría subsistir con arreglo a normas seculares e intereses comunes, que se haría pedazos sin esa especie de cemento trascendente constituido por el catolicismo. Pero también se ha dado otra corriente que, al margen del clericalismo y aun del catolicismo, persistió en impugnar el régimen político -y a veces la política a secas- en términos básicamente religiosos. Las figuras históricas del republicanismo español, desde Castelar en adelante, eran muy amantes de la frase evangélica. En nombre del cristianismo, auténtico decían combatir a la Iglesia. Profetas, apóstoles y santos han abundado en la izquierda española. Un ambiente de fervor, de esperanza mesiánica rodeó a Joaquín Costa, reformador agrario y teólogo político. Ni siquiera hombres más laicos, como Giner de los Ríos o Pablo Iglesias, se libraron del aura mística, de cierta religiosidad dulzona.La personalidad enorme, contradictoria, arriscada, de Miguel de Unamuno bien pudiera colocarse a caballo de las tradiciones antedichas. Sus orígenes intelectuales vienen de Balmes y Donoso, aunque después derivase sucesivamente hacia el federalismo de Pi i Margall, el socialismo y un republicanismo no muy consistente. De hecho, Unamuno cosechó luego adhesiones en campos muy hetetogéneos, lo mismo en Falange que en el exilio republicano.

El excelente libro de Pedro Cerezo La máscara de lo trágico, publicado no hace mucho, ha explorado de manera convincente la dimensión religiosa de Unamuno; más particularmente, "la conjunción de cristianismo y anarquismo, evangelismo cordial y mística libertaría". En efecto, el fondo teológico es el que da sentido a tantas manifestaciones cambiantes, a tantas paradojas; línea directriz que va desde el socialismo cristiano inicial hasta la divinización de España "una y trina" en los años treinta. El socialismo del primer Unamuno se resume en una fe viva, parangonable al entusiasmo de las primeras comunidades cristianas, en espera del advenimiento del Reino; una fe, según dice, apta para mover la montaña del capitalismo burgués. Socialismo que es cristianismo íntimo, predicación contra los vicios sociales y denuncia del pecado original del capitalismo; nueva religión de la humanidad, pero no conjunto de proposiciones racionales sobre la historia y el desarrollo social. Unamuno, por tanto, no necesitó pasar por la llamada "crisis religiosa" de fin de siglo para hacer del socialismo, como de toda política, un trasunto de la religión.

El profesor Cerezo, sin embargo, argumenta sobre el "síndrome liberal-libertario" de don Miguel, y aprecia "una aportación decisiva al liberalismo desde la actitud de la reforma religiosa". Aquí nace ya la discrepancia. El liberalismo, al que Unamuno dice adscribirse desde principio de siglo, no es una teoría precisa, una serie de conceptos sobre la limitación del poder, un conjunto de garantías para el ejercicio de los derechos individuales. La esencia del liberalismo, dirá en 1909, es una teología política, la del libre albedrío, un ideal espiritual desnudo de toda adherencia mundana. Para el "erizo calenturiento", o sea, para él mismo, a la altura de 1918, "la política es religión". La sociedad política no es entendida de manera autónoma, sino en tanto que comunión religiosa, como transitoria preparación para comprender el "misterio de nuestra rinalidad". ¿Era esto liberalismo?

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El esquema básico del pensamiento político de Unamuno se inspira en el relato bíblico. El mito de los orígenes suele presentarse como ensueño medievalizante. El progreso, el pecado original del conocimiento, ha destruido la unidad primitiva, la del hombre y la del pueblo español consigo mismo. Es el mundo moderno, racionalista, técnico, urbano, burgués y europeo. Las aspiraciones mesiánicas las fórmula como deseo de un "reinado social de Jesús" (1898), como inminente reforma religiosa, capaz de crear un hombre y un pueblo nuevos, recristianados, autentificados y espiritualizados sobre las ruinas de una modernidad falsa y artificial.

Don Miguel se sirve de la historia sagrada para explicar la historia profana, porque Dios habla en la historia, y la historia es el sueño de Dios. Lo que busca en la historia, dice en 1910, es estudiar la formación del Dios nacional. Usa de figuras y metáforas bíblicas para describir su propia tarea: apóstol profeta o sacerdote de la nueva religión nacional. Camina por las tierras de España predicando "sermones laicos"... ¿Laicos? En la campaña contra Alfonso XIII, sobre todo desde 1922, la exigencia de responsabilidades -las de la derrota de Annual- queda anegada por otras demandas puramente religiosas; demandas pronunciadas en nombre de Dios: arrepentimiento y confesión de las culpas es lo que reclama del Rey; dolor de contricción y no sólo de atrición. Una campaña responsabilista en la que Unamuno, junto con la opinión republicana, reclamaba la necesidad de un Cromwell; es decir, el advenimiento de una figura militar que disolviera el Parlamento. Mesías y caballero andante, como también apunta el profesor Cerezo, son identidades básicas. en don Miguel. Sus campañas políticas las concibe como una expiación en su persona de la culpa colectiva. Ello es lo que explica su voluntario exilio en Francia durante la dictadura de Primo de Rivera (¡ay, un militarote clásico en vez de un Cromwell!). "Voy a ver", dijo a su retorno en 1930, "si cargo al menos con la responsabilidad de los dolores de España".

Desde su papel de profeta apocalíptico -"morabito insigne", le llamó Ortega y Gasset-, Unamuno condenó sin remedio el mundo moderno, y, en su condena, se llevó a rastras al liberalismo, que es cosa muy distinta al libertarismo. Porque la afirmación espiritualista, el crispado individualismo una

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La política del erizo calenturiento

Viene de la página anteriormunesco, no es liberal. Recordemos sus ideales: "una Iglesia en que, todos son herejes", o "un monasterio de solitarios en que todos sean priores". Un liberal no arroja la política, toda política, de la Restauración a la República, a los infiernos. El Parlamento es "palabramento", "cámara" (en su sentido escatológico); las reuniones públicas: "metingue, que rima con pringue y con potingue"; las elecciones, "hojarasca del sufragio", electorería; los partidos nada valen: "enteros" los quería él. Unamuno, que fue conceal salmantino en 1915 y diputado en 1931, tenía una curiosa idea de la representación; una idea según la cual, los ciudadanos no se presentan -al modo de la mediación sacerdotal-, sino que los presentan, como pastores de una comunidad de espirituales y creyentes.

Uno de los casos más estupendos en nuestra reciente historia es la fascinación que Unamuno ha ejercido sobre la intelectualidad laica y liberal; admiración al "erizo calenturiento" que ya más allá de sus extraordinarias condiciones como escritor. "Unamunémonos", era el grito que lanzó Antonio Espina desde la revista España. Y los intelectuales se unamunaron, ciertamente que a saltos, con el ilustre rector, reconociéndole como sumo sacerdote del patriotismo. "Os beso reverentemente la mano y os pido vuestra bendición", le dijo Jiménez de Asúa al recibirle en 1930, de vuelta del destierro. Lo que el distinguido penalista ignoraba -para desdicha del liberalismo español- es que el reino de Unamuno, como el de su Quijote mesiánico, no era de este mundo.

Javier Varela es profesor de Historia del Pensamiento Político.

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