El coscorrón
La devolución al Parlamento del protagonismo en la vida pública consumió abundante pólvora retórica de la pasada santa bárbara electoral. El programa de la campaña del PP (titulado Con la nueva mayoría) lamentaba el funcionamiento "profundamente insatisfactorio" de las Cámaras durante el largo período de hegemonía socialista, cuando "el predominio del Gobierno" había "esterilizado" la actividad soberana de las Cortes; su alternativa electoral era "recuperar la posición central del Parlamento" como condición indispensable para la "revitalización democrática" y para el eficaz desempeño de su triple tarea de legislar, aprobar los presupuestos y controlar la acción del Gobierno. Pero los buenos propósitos formulados en la oposición no suelen soportar el experimento del poder; como dicen los ingleses, la mejor prueba de los pasteles es comérselos.No se trata únicamente del abusivo atracón de decretos-leyes con que el Gobierno ha inaugurado su mandato. También la propuesta del presidente del Congreso sobre un asunto de su estricta incumbencia competencial (la subida de las remuneraciones de los diputados) quedó desautorizada la semana pasada por el bocinazo lanzado desde el Poder Ejecutivo a los representantes del PP en el Poder Legislativo. Mientras el vicepresidente Álvarez Cascos anunciaba en una radio que el Gobierno no respaldaría la medida, el presidente Aznar expresaba a puerta cerrada ante un grupo de diputados su irritación por la propuesta. El incidente puede ser interpretado, en términos de política partidista, como un coscorrón dado a Federico Trillo por Aznar para hacerle descender de las rosadas nubes a que había sido transportado por un viaje de ego adornado de maceros, audiencias regias y reposteros; a efectos institucionales, sin embargo, se trata de una interferencia, no por habitual menos censurable, del Poder Ejecutivo en las competencias del Poder Legislativo.
Pero la frustrada subida de la remuneración de los diputados plantea cuestiones referidas no sólo al fuero del Congreso sino también al huevo del gasto público. La propuesta de mejora salarial ha brindado la oportunidad pintiparada para un ruidoso debate demagógico en torno a los agravios comparativos tanto de la población empleada, jubilada o desocupada hacia los parlamentarios como de los diputados y senadores españoles respecto a sus colegas de los países democráticos; mientras los críticos de la mejora retributiva de los miembros de la Cámara Baja defienden la imperiosa necesidad de que la clase política encabece la cruzada de austeridad para reducir el déficit público, los eventuales beneficiarios de la medida recuerdan que España ocupa el vagón de cola de las remuneraciones parlamentarias dentro de la Unión Europea.
La afición de los políticos profesionales a presentarse como abnegados servidores del Estado movidos sólo por un conmovedor deseo de contribuir al bienestar colectivo priva de sentido a cualquier reivindicación. salarial de los parlamentarios o de los altos cargos que torne como modelo los planteamientos sindicales de los funcionarios públicos. Ocurre, sin embargo, que el marco establecido en España para la realización de la vocación política favorece de manera extraordinaria su cultivo preferente dentro de la burocracia estatal (incluyendo en ese renglón a jueces y profesores); el escaso atractivo económico ofrecido por el desempeño de tareas políticas a quienes permanecen extramuros del Estado, por un lado, y el generoso régimen de excedencias establecido por la Administración civil en favor de sus empleados, por otro, convergen para que la función pública, con sus viajes asegurados de ida y vuelta a la política, constituya una cantera privilegiada de parlamentarios y altos cargos. El peligro es evidente: ese vaivén entre burocracia y poder puede conducir a la formación de una clase política-administrativa que termine por considerarse dueña del Estado antes que servidora suya.
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