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Reportaje:VA DE RETRO

Uvas del infierno

Alcohólicos Anónimos lleva 30 años en Madrid rescatando a enfermos del abismo de la botella

Luis a secas dejó el alcohol gracias al alcohol. Cuando el 22 de diciembre de 1976 entró en el piso de Alcohólicos Anónimos en la calle de Hortaleza, llevaba las suficientes copas de más como para ponerse farruco. "Si no hubiera llegado algo bebido, me habría acobardado y no hubiera vuelto. Pero al haberle dado unos cuantos viajecitos a la botella, me embalé. Uno de los que estaban en la reunión me picó: que si tú no tienes lo que hay que tener, que si yo sí. Se nota que llevaba mucho tiempo y sabía por dónde atacarme. Al final me fui temiendo que no me volvieran a dejar entrar, porque en el fondo me habían creado muchas esperanzas", recuerda Luis.Cerró la puerta con ese temor y con toda la literatura editada por la organización, y se tiró 20 días sin aparecer, empapándose de las historias del ex corredor de Bolsa Bill W. y del médico Bob S., ambos considerados alcohólicos irrecuperables, que en 1935 decidieron recuperar a bebedores empedernidos tras el escudo del anonimato.

Cuando regresó a la calle de Hortaleza, su vida empezó a guiarse por otro calendario. "Tenía entonces 48 años, pero en ese momento cumplí los 18, la mayoría de edad. Hasta hoy, me dije, no he tenido ningún sentimiento de culpa por beber, pero a partir de ahora voy a hacerme responsable de mi bebida".

La decisión la ha cumplido religiosamente durante estos 20 años, intentando no enredarse en los vericuetos de la mente. "Aquí me recomendaron que no buscara los motivos que me llevaron a la bebida. Eso sería volverse loco. Un psiquiatra llegó a recopilar, según los testimonios de sus pacientes, más de 4.000 causas. Motivaciones hay miles, pero razones, ninguna". Sin embargo, cuando habla se le notan las horas de reflexión sobre un problema del que asegura "que te humilla hasta lo peor y te mata como a un perro".

Eso lo reconoce ahora, pero hace 20 años era impensable. Si llegó a Alcohólicos Anónimos fue porque no sabía que aquello era una organización y mucho menos que se llamaba así. Su familia había tenido demasiado cuidado para que no se enterara y le chafara la puesta en escena que tan cuidadosamente había preparado durante dos meses bajo la batuta del que hoy es su yerno. "El empezó a hablarme de unos amiguetes que habían dejado de beber, pero jamás mencionó la palabra alcohólico, porque sabía que yo me negaría a ir. Para mí el alcohólico era el que está colgado a una botella, totalmente desastrado, comido por las moscas, y no quería que me identificaran con eso".

La intervención familiar fue el último intento por salvar una convivencia muy deteriorada. "Mi mujer y mis hijos me han querido a matar. Ellos necesitaban más que yo que dejara de beber", asegura. Al ajustar sus cuentas con el alcohol recuerda que durante la guerra merendaba pan con vino y azúcar, pero reconoce que su adicción comenzó a los 18 años, siguiendo la costumbre de emborracharse durante las navidades. "Empecé a beber de Nochebuena en Nochebuena, anís, moscatel, bebidas dulces. El resto del año, como estaba muy mal visto beber, iba a las tabernas a comprar el vino embocado diciendo que era para fulano o mengano". Esas copas de más le aportaron la locuacidad y astucia necesarias para medrar en su profesión -relacionada con el mundo deportivo, y de la que prefiere no hablar para no ser reconocido, dada la celebridad que alcanzó en su momento-. "Me hizo meterme en círculos que socialmente no me correspondían. La gente me escuchaba y sentía cómo me admiraban. A los 21 años tenía a mi cargo a 14 personas".

El estado que alcanzó le obligaba a viajar continuamente -siempre con un café doble, un coñac también doble y dos optalidones-, a multiplicar sus relaciones sociales y también su afición por la bebida. Tan sólo una vez logró estar seis meses sin oler el alcohol. La pérdida progresiva de visión le obligaba a ir al médico, y Luis se temía el diagnóstico. "Sabía lo que me iba a decir y decidí no beber para quitarle los argumentos". Luego recayó, hasta que tocó el timbre de Alcohólicos Anónimos y se vio tan retratado en las historias que contaban que pensó que su familia les había dado un chivatazo. "Contaban mi misma película. Uno decía que se había orinado en la cama, otro que siempre perdía el coche. Todo eso me había pasado a mí". Una de las cosas que más le atrajeron de la organización fue la escasez de dogmas y unos principios basados sólo en la experiencia personal. "Aquí no hay recetas. El primer día oía que todos habían dejado de beber, pero nadie decía cómo lo había hecho. Cuando al final me atreví a preguntarlo, me respondieron: 'No bebiendo'. Y tenían razón". El no a la primera copa fue la única pauta que sacó en limpio: "Es que la primera copa es la que desencadena todo".

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Luis pronto se vio a sí mismo diciendo eso de que dejar de beber se consigue no bebiendo a los recién llegados. "Entonces éramos pocos y nos fuimos conociendo casi todos. Ahora es más difícil, porque hay más gente, sobre todo jóvenes". Desde que se fundó en España hace 30 años, es imposible saber cuántos bebedores han desfilado por Alcohólicos Anónimos, y mucho menos cuántos han logrado sus buenos propósitos. El estricto anonimato que guardan les impide llevar fichas o registros de sus miembros. Las únicas cifras que se pueden sacar son que en la actualidad hay 32 grupos operando en Madrid, con una media de 30 personas cada uno. "Hay gente que va y viene, otros se recuperan y no vuelven más. Y también hay quien reincide, aunque en mi época fueron muy pocos los que recayeron". Encontrarse en la calle con algunos de esos alumnos rehabilitados es la mayor satisfacción que Luis puede recibir. "Aunque no me diga nada, lo noto simplemente al mirar a su familia. Ahora mismo soy capaz de reconocer en la calle a la mujer de un alcohólico sólo con mirarla".

Además de la paz familiar y personal, el adiós al alcohol le proporcionó otros pequeños placeres. Por ejemplo, dormir arropado sólo por las sábanas, sin la media docena de bolsas de agua caliente que antes necesitaba, -"el alcohol es un anestésico y siempre estás helado"- o deleitarse con la cara de sorpresa que pone el camarero cuando le ve regar la cazuela de callos con un buen trago de agua. O cómo no, olvidarse de los plazos y pagar siempre a tocateja.

"Pero no pienso jamás en lo que habría conseguido de no haber bebido, sería una tortura. No tengo casa propia, pero sí una familia que está encantada conmigo, he triunfado en mi profesión y continúo en Alcohólicos Anónimos para intentar devolverles un poco de todo lo que me dieron", dice Luis.

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