Guateque
La Feria del Libro de Madrid, que acaba de clausurarse, es como un guateque. Y los guateques son como la vida. O más bien lo eran: porque supongo que he de explicar aquí, para los aficionados a la cultura medieval, que hubo un tiempo remoto en el que los bailes para adolescentes se llamaban guateques. Pues bien, en aquellas ceremonias ancestrales las chicas tapizábamos las paredes de la sala a la espera de que los chicos nos sacaran, y los chicos se reconcomían de desasosiego temiendo que, de atreverse a decir algo, la niña de sus sueños les hiciera burla. Se trataba, pues, del típico rito tribal de iniciación., De una liturgia basada en la más fundamental e irresoluble tribulación humana: la ansiedad por saberse querido, por sentirse aceptado, por rozar la certidumbre de que te aman.
Tengo para mí que esta zozobra emocional, esta pueril elementalidad del sentimiento, está detrás de casi todas las acciones de las personas. Que se estudian oposiciones a notario, se echan opas bancarias, se hacen guerras feroces y se lanzan cohetes a Saturno por la tonta razón de que te quieran más (o tal vez para que te teman más, lo cual no es sino una perversión de la misma cosa). Pero nunca vi tan claro este funcionamiento del alma humana como lo vi en la Feria: ahí estábamos los 500 autores por metro cuadrado que hay en el país esperando amorosamente a los lectores y verificando, con agobiado cálculo, si sacaban más a bailar a los otros escrito res, o sea, si el mundo amaba más al vecino que a ti. Tan mayores todos y seguimos aún prendidos al dilema primario del "me quieren o no". Y lo mismo sucede con los demás mortales: a los escritores, marionetas metidas en nuestros teatrillos de la Feria, se nos nota más, pero el soponcio del corazón nos acomete a todos. En esta duda tonta se nos va la vida.
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