Una elección entre dos males
No es fácil ser un intelectual ruso. El intelectual de ese país tiene en la sangre la rebelión contra el poder y la solidaridad con su desdichado pueblo. Tiene la necesidad de una libertad heroica y del imperio de la verdad. Pero ese mismo intelectual es consciente a la vez de su soledad, de su irremisible fracaso y de su desesperanza. Los ejemplos abundan, comenzando por Pushkin, los decabristas, Lermontov y Bielinski, pasando por Chéjov, Bulgákov y Ajmatova, y terminando por los tres premios Nobel de la época de Brezhnev: Solzhenitsin, Sájarov y Brodski. Muy larga es la lista de los protoplasmas del intelectual ruso.La época de Gorbachov fueron años de gran esplendor para los intelectuales rusos. Fue entonces cuando participaron directamente en la creación de la, historia al luchar consecuentemente por la libertad. Pero está visto, hay que tenerlo siempre muy presente, aunque sea algo trivial, que la libertad no es lo mismo que la democracia. La democracia es una libertad regulada por las normas de un Estado de derecho, es el poder de la mayoría que respeta los derechos y libertades de la minoría. ¿La mayoría rusa quiere respetar los derechos y libertades de la minoría? Tengo mis dudas.
Andréi Sájarov, la conciencia del pueblo ruso, declaró en cierta ocasión en el Parlamento que, aunque respetaba profundamente al Ejército soviético y a sus soldados, que habían defendido a la patria durante la II Guerra Mundial, se sentía obligado a condenar la aventura de Afganistán porque había sido una guerra sucia, una guerra impuesta al pueblo y al propio Ejército por el poder político. Los parlamentarios, con gritos e Insultos, obligaron a Sájarov a abandonar la tribuna y nadie salió en su defensa. ¿Por qué?
La respuesta es sencilla: durante 70 años, el totalitarismo logró inculcar en cada mente soviética un auténtico terror ante aquel tremendo sistema que liquidaba todo lo que se le oponía, que liquidaba a los que pensaban de manera diferente. Aunque el ataque relatado contra Sájarov se produjo en 1989, en el Parlamento ruso se respiraba el aire envenenado de 1937, de la época de las peores purgas llevadas a cabo por Stalin. En el Parlamento no había diputados, sino una muchedumbre que una vez más se había dejado arrastrar por unas reacciones inculcadas por Stalin y la víctima solitaria y traicionada. Merece la pena recordar la escena de un Sájarov insultado y humillado por el Parlamento ruso.
Hace cinco años, Borís Yeltsin fue elegido presidente por una coalición integrada por intelectuales democráticos, burócratas soviéticos dispuestos a apoyar las reformas y personas racionales que sentían espanto ante la incapacidad de Gorbachov para oponerse a las muchedumbres populistas.
La intelectualidad rusa apoyó a Yeltsin durante bastante tiempo, aunque se sentía irritada ante su populismo, su demagogia y su estilo autoritario de apparátchik de provincia. Mis amigos de San Petersburgo y de Moscú comparaban a Yeltsin con Lech Walesa, pero recalcaban que había una gran diferencia entre ambos, porque Walesa llegó al poder desde el astillero de Gdansk, mientras que Yeltsin lo hizo desde un comité del partido comunista en Svierdlovsk. Pese a ello, al principio todos pensaban que Yeltsin, un apparátchik amotinado, sería un buen garante de la democracia y de las reformas económicas en Rusia.
Llegó el sangriento ataque contra el Parlamento en el otoño de 1993 y aparecieron las primeras grandes dudas. Los generales sintieron entonces el olor de la pólvora. La democracia rusa perdió la inocencia y se resquebrajó la unidad entre los demócratas, ya muy debilitada por otros acontecimientos de menor envergadura. Andréi Siniavski, escritor disidente que se pasó muchos años en los campos de concentración, condenó la actuación de Yeltsin recalcando que en el mundo había muchos Estados democráticos sin presidente, pero ninguno sin Parlamento.
Sin embargo, Yeltsin no se aprovechó de los sucesos para implantar una dictadura. Por el contrario, convocó elecciones, y resultó que tenían razón quienes le defendieron porque la fuerza había sido empleada realmente en defensa de la democracia, aunque de una democracia recortada. El gran jarro frío llegaría muy pronto con la vergonzosa, terrible y estúpida guerra de Chechenia. Según los planes, iba a ser una "corta, pequeña y victoriosa guerra". No lo fue, y su estallido y desarrollo demostraron cuán débil y frágil era la democracia rusa y, al mismo tiempo, cuán grande su espíritu.
La democracia y la intelectualidad rusas condenaron la guerra. El defensor del Pueblo, Serguéi Kovaliov, amigo y heredero espiritual de Sájarov, con una larga biografía carcelaría, condenó con palabras nítidas y rotundas la aventura de los generales rusos en Chechenia. A través de Kovaliov, Rusia mostró una vez su semblante valiente, justo y honrado. También condenaron la guerra de Chechenia Yegor Gaidar y Grigori YavIinski, líderes de los dos mayores partidos democráticos, la Elección de Rusia y Yabloko. Los demócratas, aunque divididos, se dieron a la búsqueda de un candidato propio que pudiese competir con éxito con Yeltsin, Ziugánov y el grotesco y fascistoide Zhirinovski. No lo encontraron. El propio YavIinski, aunque joven, dinámico y bien preparado, no consiguió en los sondeos resultados que permitiesen esperar su victoria.
La elección que ahora tienen los demócratas rusos es dramática, porque deberán optar por el mal menor. Ziugánov no es un poscomunista reconvertido como los gobernantes polacos, sino un comunista de verdad que, para colmo, emplea el lenguaje del chovinismo granruso.
Para Kovaliov, símbolo de la libertad y la honestidad, y otros demócratas, la rivalidad entre Yeltsin y Ziugánov no tiene sus causas en las diferencias políticas. Se trata de la lucha entre dos burocracias, entre dos nomenklaturas, la de ayer y la de hoy. La de ahora es la nomenklatura que se ha enriquecido con Yeltsin y le apoya. La de ayer, la que respalda a Ziugánov, espera hacerse también rica con su victoria.
Los apparátchiki que no consiguieron hasta ahora parti-
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cipar en el reparto de la tarta ven con envidia cómo se enriquecieron sus colegas de ayer mientras que muchos de ellos fueron despojados de su derecho a la jubilación por haber trabajado largos años en el aparato del partido; porque en eso consistió principalmente la descomunistización llevada a cabo en Rusia. En la práctica, hoy se enfrentan un ex miembro suplente del Buró Político del Partido, Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Borís Yeltsin, y un ex miembro de pleno derecho del Buró Político del mismo partido, Guennadi Ziugánov.
Pregunté a mis amigos rusos qué sucederá si gana las elecciones Ziugánov, y me respondieron que no podrá reinstaurar el comunismo. Piensan que cometerá muchísimos errores, se desprestigiará, y él y su partido perderán irremisiblemente las siguientes elecciones. Pero ¿habrá nuevas elecciones? Para Gavril, destacado político y profesor de Economía, es seguro que si Yeltsin pierde la primera vuelta no habrá una segunda. "Yeltsin, de una manera u otra, no dejará de ser presidente", cree Gavril. Pero si, pese a todo, triunfase Ziugánov, las siguientes elecciones también podrían ser una meta inalcanzable. "¿Desde cuándo los bolcheviques respetan la de mocracia?", pregunta Gavril.
Efectivamente, Ziugánov es un bolchevique de pura cepa que, y como siempre hicieron los bolcheviques, se empeñara en destruir la libertad y la propiedad privada, la identidad del pueblo y las instituciones ciudadanas.
¿Qué quedó de Rusia después del triunfo de los bolcheviques en 1917? Vasili Rozanov describió el fenómeno con las siguientes palabras: "En dos, a lo sumo tres días, Rusia se desintegró, se marchitó totalmente y sólo quedó un pueblo humillado y sumiso".
¿Quién es Ziugánov? Su lenguaje no es el de un comunista doctrinero. Es el lenguaje de un bolchevique transformado en chovinista gran-ruso, en partidario del imperio, en un nacionalista autoritario. Su fuerza consiste en que articula las esperanzas de millones de rusos de tener una vida sin mafia y sin paro. Ziugánov no ve en la prensa el cuarto poder, sino la quintacolumna, y rechaza los acuerdos sobre la desaparición de la Unión Soviética porque desea su reconstrucción. A Yeltsin y a los demócratas les acusa de haber destruido el Estado y de ser unos cosmopolitas sin sentimientos patrióticos. Yeltsin también fue comunista, como su principal rival, pero tiene en su biografía una importante transformación de simple apparátchik en líder de un gran movimiento popular reformador y, guste o no, fue él quien anunció al mundo el fin del poder de los bolcheviques.
La elección entre Yeltsin y Ziugánov es realmente difícil para un demócrata ruso porque, como dice el sociólogo Yuri, es la elección entre una dictadura comunista y el caos reformador.
Los tiempos que corren no son buenos para los demócratas rusos, porque sus fuerzas disminuyen mientras aumentan las del nacionalismo. ¿Hasta dónde puede ceder un demócrata sin traicionar sus propios ideales? Ésa es la pregunta que hoy se plantean en Rusia. ¿Cerrarle el paso a Ziugánov votando a Yeltsin? ¿No significa eso la aceptación de sus inclinaciones autoritarias y de la corrupción?
En Rusia existe el convencimiento generalizado de que Yeltsin no aceptará la derrota y no retrocederá incluso ante la ilegalización del partido comunista, pero un triunfo conseguido por ese camino seria una gran tragedia para la democracia rusa.
Adam Michnik es editor del periódico polaco Gazeta Wyborzka.
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