Deshonor y cultura
Termina, por fin, la feria taurina de San Isidro y a buen seguro que el momento ha de coincidir con un suspiro de alivio en boca de muchos ciudadanos (conste en acta esta observación, y también el lastre plomizo que acecha al explorador cuando se anima a profundizar a tan sórdido ambiente).Hablar de toros en España significa entrar en territorio hostil. Grietas, arenas movedizas, zarzales y mosquitos ocupan cada centímetro del suelo y no existen mapas oficiales que garanticen la seguridad del caminante. Y sin embargo, en ello estamos.
De manera que, una vez definido el terreno, sólo queda referirse al talante y condición de los viajeros, que a la sazón son de tres tipos: los que participan y arropan la denominada fiesta (a quienes nos referiremos como el tendido), los indiferentes (no saben / no contestan) y los que se oponen activamente a este negocio, conocidos también como los aguafiestas, grupo al que pertenezco yo, aunque no esté colegiado.
Y sin más preámbulos, pasemos al ring: los aguafiestas afirman que la lidia es una práctica acerba, irracional y degradante, indigna de una especie que se tiene a sí misma como el producto más fino y lujoso de la creación. Y para sostener su postura, acuden a lo inmediato: el sufrimiento.
Esta malformación resulta incomprensible cuando escapa a nuestro control, intolerable si es gratuita, pero aberrante cuando se asienta en el regocijo de unos individuos que actúan como espectadores.
Toros, conejos, hombres, pájaros o jirafas, todos los organismos vivos deberían hallarse a salvo de semejante ignominia. Sin embargo, el tendido camufla el asunto apelando al arte: una abstracción sumamente imprecisa que ellos sitúan por encima incluso del dolor. Qué cabe decir ante tan turbadora declaración de principios.
A su manera, y como ocurre en Miguel Yuste, también el tendido dispone de su propio libro de estilo. En él, ante eventuales ataques del enemigo, se recomienda que el usuario acuda a un viejo postulado: los toros son cultura". Pero de nuevo, los aguafiestas niegan validez al aserto: no toda ceremonia que pergeña el hombre, por repetida que sea, merece una alabanza.
De hecho, la cultura es un impulso encaminado al mejoramiento de las facultades físicas, intelectuales y morales de la humanidad y su objetivo no es otro que el de ir puliendo la barbarie depositada en ella. No parece creíble, por tanto, que la aniquilación de un animal, a pinchazos, y por secciones, forme parte de este proceso purificador, sino más bien todo lo contrario: el rito taurino, en sí mismo, se diría un himno a la ignorancia.
Y por último, existe un tercer argumento en defensa de las corridas que, llegado el caso, el tendido no duda en emplear con notable suficiencia: la continuidad del toro bravo como especie. Sin la lidia, afirman, se extinguiría. Pero, sin duda, debe tratarse de una errata, o quizá de una broma, ya que carece de sentido velar por algo cuya razón de ser se apoya precisamente en la muerte de lo que se dice proteger.
No obstante, de ser cierta la premisa, no se trataría de un reflejo generoso o solidario, sino de un mecanismo egoísta, manipulado, construido en beneficio propio y sin más finalidad que asegurarse materia prima para el espectáculo. Líbrenos el firmamento de amores tan turbios.
Estarán hartos de tanto aguafiestas, se comprende. De tanto pinchahuevos recordándoles a cada momento que las banderillas perjudican el cutis, que los pases marean y que las estocadas desconectan la vida para siempre. Sin embargo, no hay cuartel: algunas creencias se instalan también en las entrañas y resulta imposible desoírlas sin cometer traición.
San Isidro, en efecto. Luces y muerte en Madrid. El centro mundial taurino. Como Wimbledon al tenis o Wall Street a la pasta. Un privilegio muy endeble; que al primer rayo de luna se convierte en deshonor.
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