Delincuencia del poder y justicia
Hace unos días, juristas bonaerenses amigos con capacidad todavía para la estupefacción relataban un incidente producido en su país fechas antes: el presidente argentino había recomendado públicamente a un político relevante de su entorno no hacer el menor caso de una decisión judicial. Poco después, la prensa porteña daba cuenta de la peculiar actitud del responsable de Economía de ese mismo Gobierno en temas de justicia: el proceso que tenía abierto era un puro acto de "acoso judicial", mientras el sobreseimiento de cierta denuncia formulada por él no pasaba de ser mera arbitrariedad. El comentario, nutrido también con algunas referencias a vicisitudes españolas del género, se cerraba con la afirmación convencida de que cosas así en España -a pesar de todo, que sabían era bastante- nunca podrían pasar.Ocurre, sin embargo, que del mismo modo que la evolución de los acontecimientos durante la última década y pico nos ha hecho aparecer ante el mundo como país ciertamente competitivo en materia de escándalos en ámbitos públicos o lindantes con lo público, el tenor de las actitudes de los implicados en los mismos y de una variada gama de colindantes y afines hace pensar con algún fundamento que el Río de la Plata podría llevar tiempo desaguando en el Manzanares.
Y conste que, en este punto, la preocupación que expreso no tiene tanto que ver con la degradación estética y el encanallamiento ético-político de cierta opinión sobre el actuar de los jueces más incómodos en este momento como con la difusión de una peligrosa actitud sistemática de cuestionamiento puro y duro del papel de la jurisdicción misma en relación con las más graves ilegalidades del poder, que es lo que en el fondo subyace a la multitud de supuestos concretos en que aquélla se manifiesta.
El recorrido de las hemerotecas daría en este sentido un resultado demoledor: no ha habido juez de instrucción o sala de audiencia que abordando asuntos de aquella clase se vieran libres de la quema. Ni miembro del Ejecutivo o componente de su entorno que no mostrase una debilidad particular por la tea en la generalidad de los casos aludidos. Bastaría recordar el caso Linaza, todas cuyas abracadabrantes vicisitudes parlamentarias y ministeriales, con su ejemplar didactismo sobre el fundamental papel de la jurisdicción en el Estado constitucional de derecho, le hacen merecedor de un espacio en los programas de derecho constitucional. Pero hay otros muchos casos. Y en todos ellos, una constante: más allá de la contestación de la actuación judicial concreta -con frecuencia en tonos y con una semántica que siguen produciendo sonrojo- la siembra indiscriminada de deslegitimación sobre la jurisdicción como institución constitucional de control en última instancia desde la legalidad.
No seré yo el que dude de la esencialidad de la crítica. Tampoco diré que los jueces -incluso, en hipótesis, todos los jueces y en todos sus actos- no la merezcan. Y más, si se quiere, los jueces españoles, al fin y al cabo resultado en gran medida de una pobrísima política de la justicia, gestada evidentemente en espacios contiguos a los de origen del exabrupto y la descalificación por sistema, regados con generosidad tan sospechosa en los casos a que me refiero. Pero sucede que en situaciones foráneas asimilables, jueces paradigmáticos de incuestionable profesionalidad tuvieron -de la misma forma indiscriminada- un trato equivalente. Así, el sociólogo Nando dalla Chiesa (hijo del general asesinado por la Mafia) debió recordarle a Cossiga, con motivo del asesinato, también por aquélla, de Rosario Livatino, juez de Agrigento, que éste era uno de esos giudici ragazzini que él había denostado burdamente, a pesar de la ejemplaridad de su compromiso con la legalidad. Y cómo no recordar al emblemático Bettino Craxi saliendo en defensa nada menos que del banquero Calvi, entonces también, a su juicio, víctima del acoso" de los jueces- como él mismo lo sería más tarde- cosas éstas que ahora se entienden bastante mejor, ¿no es cierto?
El anecdotario podría ampliarse casi hasta el infinito, y de tan expresiva muestra bien cabe inferir un corolario: difícilmente una actuación judicial que verse sobre las ilegalidades de agentes del poder -que, como ahora sabemos, incluso en democracia, pueden ser masivas- encontrará consenso ni comprensión en los medios del mismo. Tanto da que el objeto de aquélla sea el maltrato ocasional a un detenido o "Ia patada en la puerta". El acto judicial será siempre igualmente desafortunado, carecerá de sentido de Estado y de la realidad, estará abierto a la instrumentalización y, claro es, resultará siempre inoportuno.
Pero hay más, la táctica del obstruccionismo activo se alza del mismo modo, como un muro, frente a los intentos de proyectar algo de luz en sede parlamentaria sobre cualquiera de las variadas modalidades de tan graves formas de degradación de la noble actividad de la política. Tanto que, a la vista de lo sucedido, podría decirse que, hoy por hoy, ésta se halla aquejada de una alarmante carencia de aptitud para depurarse a sí misma de cierta clase de lacras: las peores. Lo que choca con la dimensión macroscópica de las ilegalidades (de Código Penal, muchas de ellas), que, no deja de ser, curioso, rara vez se han hecho visibles en las Cámaras, ámbito ideal de transparencia y de control de la gestión de la polis.
En presencia de situaciones de ese género, surge por sistema alguna suerte de partido transversal que, de facto pero de forma inequívoca, se manisfestará objetivamente en favor de la ilegalidad como instrumento de gestión de una supuesta normalidad democrática, por imperativos de realpolitik. En esto la cuenta no falla: no podría citarse un solo caso de cierta relevancia en que haya sucedido lo contrario. Y no será por falta de ocasiones. El lugar de la autocrítica aparecerá ocupado por el pacto de silencio que -hoy por ti, mañana por mí hace ya no extraños, sino habituales atípicos compañeros de cama.
Lo que sucede en estos días entre nosotros tiene, junto a tanta desmesura, la virtud de la claridad. Por fin empieza a ser todo diáfano: la culpa y toda la Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior culpa es sólo de los -dos- jueces. El verdadero problema son ellos, y por eso, y para ilustración de la ciudadanía, se les ofrece en pantalla panorámica como agentes de la desestabilización, petardistas del orden. Se los asocia en esta estrategia a quienes les suministran los indicios que están en la base de sus actuaciones. Y, peor aún, se sugiere diabólicamente alguna relación de complementariedad entre éstas y otras de la más pura ilegalidad criminal.
Ocurre, sin embargo, que los indicios de criminalidad son bien desazonantes y, por lo que parece, de una consistencia que, si se dieran contra imputados políticamente desasistidos, éstos tendrían, en la opinión, más perdida su presunción de inocencia que la inocencia bautismal; y lo estarían pasando mucho peor en el proceso. Y ocurre también que esos denunciantes o testigos perversos que seguramente lo son antes estuvieron a sueldo del erario público y en lugares de -hoy sospechosa, demasiado sospechosa- confianza.
Supongamos, a efectos meramente dialécticos, que, por correspondencia mimética con tanto horror advertible, los jueces en cuestión son también horribles, que lo están haciendo todo mal y por motivos inconfesables. Después, en vista de esto y por mor de esa pureza procesal que resplandece ocasionalmente en causas paradigmáticas y suele distribuirse materialmente de forma tan desigual como lo hacen otros bienes escasos, imaginemos que la única salida fuera el archivo de las actuaciones: es decir, la misma impunidad que, obtenida ya en medios políticos, se busca ahora en los judiciales.
Pues bien, todo eso supuesto dado que la alternativa sería el borrón dentro de la misma cuenta-, ya sólo algunas preguntas: ¿En qué activo debería contabilizarse toda esa masa ingente de miseria política y de ilegalidad no afrontada con criterios constitucionales? ¿Cuál sería el precio en calidad de vida civil que habría que pagar por la imposible digestión colectiva de esos sapos? ¿Qué garantía de solidez cabría esperar de una democracia asentada sobre tales presupuestos? ¿Qué confianza podría depositarse en quienes de modo tan palmario habrían asimilado primero gobernabilidad a delito y ahora a lenidad? ¿Existiría alguna esperanza de que conductas como las que se están persiguiendo no volverían a producirse en espacios públicos? Y de creerse así a pesar de la inexistencia de responsabilidades políticas o judiciales, ¿con qué fundamento racional?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.