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La avispa

Como anticipo a cuenta del problemático veraneo, he pasado unos días en cierto lugar de esos que hierven de gentes desde julio hasta septiembre. El modesto Ayuntamiento, endeudado hasta las cejas, ha descubierto, como si se tratara de una aurora boreal, que son imprescindibles algunos remiendos, revocar fachadas, presionar al Gobierno autonómico para que urja a Obras Públicas el arreglo del acceso viario, iniciado todos los octubres e interrumpida la tarea por las lluvias y la inconcebible pretensión de las empresas por cobrar tales trabajos. Problemas municipales y espesos.Los anfitriones alquilan esta casa de campo, donde ya han fijado la residencia estable, a la misma familia alemana, igual que en temporadas anteriores: del 20 de julio al 20 de agosto, o sea, el periodo de más insufrible canícula. Todos los años juran la rescisión de este voluntario compromiso, propósito que se va diluyendo. Los tudescos -sin duda cuidadosos en su hogar- dejan libre circulación a un soterrado espíritu de horda trashumante; sus hijitos dan imaginativas muestras de capacidad destructora, sin duda enconada en esos varios días de lluvia estival que les confina entre las cuatro paredes. Las devastaciones, justo es reconocerlo, son amortizadas sin excesivo regateo, ante la imparable y renovada revaluación del deutsche mark, por encima de los cálculos alcistas de mis amigos. La compensación económica es inapreciable.

El lugar aparecía, mediada la primavera, limpio, fresco y lucido tras las lluvias de abril y las de mayo, tan generosos y húmedos que han sido. Pasaron imprevistas y densas nubes amarillas de fecundo polen viajero, para fastidio y desesperación de quienes han de limpiar ventanas, suelos, muebles, cortinas, a causa del despilfarro genesiaco. El agua azul clorado de la piscina es aún una promesa, por debajo de los 20 grados. Como un trazo sin huella, recorre el blanco muro vertical una apresurada lagartija. Los pájaros se aturden entre las ramas, y ladra un bronco y aburrido perro en las inmediaciones.

En ese momento la vi, por primera vez en esta temporada. Solitaria, exploradora cautelosa, había sido ninfa en un ovillo de seda del panal. Apenas zumbaba, por la parte exterior de la ventana, topando, con precaución, en los cristales. No cabía duda: era la vanguardia, la jefa de una patrulla de reconocimiento del posterior enjambre que caería luego sobre los futuros habitantes. Una abeja, una avispa, cuya diferencia, si la hay, nunca he podido establecer. No pretendo devaluar la utilidad de estos himenópteros en la supuesta armonía de la creación, siempre que se limiten a libar de las flores, fabricar cera y miel, amén de celestinear el famoso polen que, al menos este año, ha demostrado que podía pasarse sin ellas. Esas funciones son merecedoras de elogio, y transijo incluso con la golosa incursión en la mermelada del desayuno, pero encuentro desproporcionado el uso que hacen del aguijón sobre el ser humano, inicio de la espiral de violencia, acción y reacción que comienza, por nuestra parte, con un distraído manotazo al aire, reconozcamos que desdeñoso.

La avispa es temible, pero se la ve llegar, se escucha su injustificada cólera, y la escolta otro enemigo, el mosquito, cuya utilidad, desde el punto de vista humano, carece de justificación. Al parecer, nuestra sangre es la base de su alimentación o de su gula, y ellos son, a la vez, manjar de las aves y las simpáticas lagartijas, pero me resulta imposible permanecer neutral en un proceso donde los seres humanos nunca fuimos consultados. Contemplando las evoluciones de la solitaria avispa, conjeturé los padecimientos de los futuros pobladores. En cuanto a los mosquitos, vertí un chorrito de gasolina en las dos panzudas y decorativas ánforas del jardín. Me consta que en el agua allí estancada se incuban miles de huevos de los terribles seres.

El madrileño medio retorna, con cautela, al uso de la palmeta doméstica, muy fácil de encontrar en cualquier droguería o similar. Sintiéndolo mucho por san Francisco de Asís y la opinión que pueda merecer ante los ojos de los protectores de animales de cualquier especie, creo que el mejor tábano es el tábano muerto. Habla por mí la voz de la experiencia.

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