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El cliente como estorbo

Conquistadores, cristianos viejos, hidalgos, místicos, jefes de negociado: a los castellanos la conciencia de casta y de grandeza les impide ser vulgares comerciantes. ¿Tópico? Desde luego; pero los tópicos lo son porque en algún momento fueron ciertos, y los hay que siguen siéndolo. No hace falta remontarse a Galdós, aunque por curiosidad y por placer, es muy recomendable hacerlo: por sus novelas pululan personajes de la más diversa cuna y condición, que tienen en común, por lo menos, una cosa: buscan el dinero en todas partes menos en el negocio. Muchos de ellos, siempre a la última pregunta, se pasan el día 3, buena parte de la noche cavilando a ver cómo pueden vestirse, o irse a San Sebastián de veraneo, o comer, sin ir más lejos. Se les ocurre de todo: empeñar la camisa (con preferencia a las cortinas: aparentar es lo primero), dar sablazos, ahorrar en agua ("con mojarse el palmito ya basta") o en garbanzos del cocido, hacerse querida de un director de algo, dar coba a Isabel II, jugar, meterse a monja; menos trabajar, de todo. En última instancia, se pone uno, con bastón y sombrero, a pasear por la Puerta del Sol, hasta tropezar con algún conocido que le invite a café o porras, y así hasta cinco veces en un día: lo cuenta Cansinos-Asséns (La novela de un literato). Eso sí, cuando por casualidad caen en el bolsillo algunos duros, aunque sean prestados, falta tiempo para ir a la tertulia, soltar grandes frases con grandes aspavientos, y terminar con un viril "¡Yo pago, yo pago!", como el criadito adolescente de El doctor Centeno.Y aquellos polvos trajeron estos Iodos. Hoy ajetreado y ambicioso, con habitantes y rascacielos suficientes para merecer el título de capital europea, Madrid sigue siendo también capital de Castilla, que desdeña el espíritu fenicio del comercio. En Madrid es habitual que el vendedor -por llamarle de alguna manera- no conteste siquiera al saludo del cliente, por hallarse enfrascado en tareas infinitamente más urgentes, como dibujar en letra gótica los rótulos con los precios, o darle por teléfono a su cuñada las últimas noticias de la pelea de su tía con su suegra. En Madrid, también, son habituales los letreros destinados a cerrar la boca al cliente antes de que le haya abierto: "No se hacen fotocopias", "No hay bonubús" (en una caseta de la EMT; y es que los hay que en su afán de estorbar, son capaces de pretender comprar un abono de transportes en la empresa de transportes). "Cerrado sábados tarde", "La empresa (un cine) no se hace responsable de los errores sobre programación u horarios que aparezcan en la prensa". En Madrid se escuchan con frecuencia diálogos como éste: -Buenos días, ¿tiene libretas?

-Pero sólo cuadriculadas o rayadas.

O éste.

-Buenas tardes. Querría ver blusas.

-No tenemos.

-Pero... ¿y esas de allí?

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-Son muy caras.

En cierta ocasión, queriendo hacer obras en mi casa, llamé a tres empresas pidiendo presupuesto. La primera me dijo que vendrían inmediatamente; vinieron, me prometieron enviarme el presupuesto al día siguiente; nunca más se supo. La segunda aseguró que vendrían inmediatamente; no vinieron jamás. La tercera superó, aunque parezca difícil, a las dos anteriores. La señora que cogió la llamada quiso saber, con evidente suspicacia, cómo había conseguido yo su teléfono, si habían trabajado ya alguna vez para mí, o si venía yo a través de algunos de sus clientes habituales. Me dijeron que me llamarían; huelga decir que jamás me llamaron. Y hablando de teléfono, supongo que el hecho de que muchas empresas madrileñas carezcan de contestador automático responde al mismo principio por el cual numerosos establecimientos no tienen a la puerta un cartel con su horario. Pues si a la vocación propia e irrefrenable de todo cliente, que es incordiar, se añadiera el conocimiento de los horarios en que podrá ejercer sus malas artes sobre víctimas vivas, se habría acabado para siempre el merecido ocio de los empleados. Y eso ya, francamente, pasaría de castaño oscuro.

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